Catamarca
Martes 16 de Abril de 2024
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Apestado, no batidor

"Hay un viejo apestado aquí. Pinta de taquero no tiene, pero me está marcando. Mucho no voy a aguantar" - le escuché decir por el celular. Un lunes era, 37, 38 grados. Yo estaba parado a la sombra de un tilo, frente a la entrada al autoservicio. A un par de metros, él se había recostado contra la pared. Veníamos con Haydée, mi mujer, de cobrar la jubilación.
Me había pedido que le diera una mano con los bagayos. No se veía a nadie más en media cuadra a la redonda. El viejo, entonces, era yo, Orestes Zapirain. Lo de apestado debía ser por una curita que tenía desde la noche anterior. Me la había puesto para tapar un tajo en el mentón, a veces la mano temblequea al afeitarme. Hace más de cincuenta años, los seguidores de fierro de la orquesta de Pugliese nos poníamos una curita en la mejilla. No sé si era para irla de tauras con las minas de la milonga, o si el machismo a la violeta, como la leche, nos salía por cada poro. Me corrí un poco.

Al rato él sacó de nuevo al celular. Lo debo haber mirado de reojo. La cosa es que se mandó una escupida que pasó rozándome. Viste que esos pollos arrancan como una bola y en el camino se desperdigan en gotitas. Yo andaba en bermudas y una gotita aterrizó en una gamba. Secarme era reconocer que él no había escupido al aire, que el pollo era para mí. Tendría dieciocho años, la musculosa dejaba ver un lomo que no es de gimnasio; cargando bolsas de cemento se forma. A esta edad no me da el cuero para copar la parada con semejante orangután. Me hice el feza. "Sigue ahí el jovato. Y yo estoy dado vuelta. Sabés qué, Turco: si no venís ya, le meto un trompazo y el negocio se va al carajo", oí que decía. Y mi mujer comprando dentífrico, caballa con berretines de atún, coca diet…

Cruzando la calle hay un bar. Me ubiqué en una mesa que da a la vidriera y pedí un café. En cuanto el mozo me lo trajo le pagué, por si Haydée salía en ese momento. Al segundo sorbo sentí que alguien se había parado junto a mi mesa. Venía con la guardia baja yo. Una mano agarró los billetes y la moneda de propina. El mozo usaba un saco negro, a este brazo no lo cubría ninguna manga. Levanté la cabeza y sí, era él. Metió la plata en el bolsillo y a paso lento fue hacia la puerta. Me dio la espalda, era ganador. Llamé al mozo: "yo pagué, se llevó los 8,50", dije. "Está todo bien", contestó. "¿Cómo todo bien? No sé si a mí o a vos, pero nos afanó", insistí. "Vaya tranquilo, señor", dijo el mozo. Me sentí humillado: el orangután seguía tocándome el culo y el mozo me perdonaba la vida. Había más. Por el ventanal ví que había llegado El Turco. Los dos hablaban al lado de una moto pintada de verde. Decidí quedarme en el bar. "Siéntese si quiere", dijo el mozo. El Turco era petizo, fortachón y llevaba una escafandra como de buzo, de la que zafaba una mata de pelo teñido de rubio. Puso en marcha la moto, el orangután se acomodó atrás. El mozo se asomó a la vereda, miraba hacia la avenida. La sucursal del banco, asocié. En la mitad de la cuadra está la única del barrio. De pronto la moto picó en dirección a la avenida. En eso apareció una señora de unos setenta años. En un bastón de aluminio se apoyaba. Viste cómo suena el escape de esas motos. Con furia de rock pesado el escape anunció que la moto volvía. Frenó justo donde la señora se había detenido, antes de cruzar. De un salto el orangután se prendió a la cartera. Ella trató de apretarla contra el pecho, pero él se la arrancó de un tirón y trepó a la moto. Al soltar bruscamente la cartera la señora cayó al suelo. Violento pique y la moto se perdió por una calle de tierra. Los testigos miramos la escena callados, ausentes, cabrones. No voy a repetir lo del no-te-metás, ¿desaparecido del 2001 o todavía en acción?

No le conté nada a Haydée. Imaginate si se entera de todo lo que pasó en ese cuarto de hora en que hacía cola para pagar con tarjeta. El jueves a la mañana fui a buscar broccoli al autoservicio. Un antojo: broccoli con longaniza parrillera es un plato que morfaba un tío nacido en Basilicata. Después se me ocurrió entrar al bar. El mismo mozo. Me recibió con una sonrisa muy armada. No compré. Sin que yo lo pidiera me sirvió un café. "Atención de la casa. ¿Quiere hojear el diario?", dijo. Algo había que decir. "Demasiado mimo para un tipo que no es cliente. El otro día la plata no llegó a la caja. Hoy es invitación. Acepto, pero no me cierra", salió un planteo franco. "El lunes usted, que podría ser mi padre, se bancó un mal rato. Yo me quedé en el molde. El miedo de un hombre mayor, se entiende; el mío, no tanto, tengo apenas cuarenta y uno…", intentó explicar. Había un solo diario, hace tiempo que dejé de leerlo. Pregunté donde estaba el baño. Instalación completa: un agujero en el piso y una bacha atada con alambre. Me puse a mear, las manos apoyadas en la pared. A esta edad el trámite no es breve, ni simple. Mirada automática a un patio lateral. Entre un montón de trastos había una moto. Millones de motos debe haber en bares con baños mugrientos, pegados a patios llenos de ratas. La moto estaba pintada de verde. Empecé a traspirar por las orejas. La patente terminaba en 371. No soy de retener números, pero tuve la sensación de que eran las mismas cifras de la moto del arrebato. Toda quiniela me resulta despreciable. Corté. Un corredor llevaba del baño al salón. Iba imaginando qué rasgos tendrá la cara del buzo cuando bruscamente el paso quedó interrumpido. Un codo clavado en cada pared, con un shorcito como única pilcha, el orangután era un muro. "¿Cómo va, doctor?", saludó en tono burlón. "Vine a tomar un café", dije. "Pero no pagó, como el otro día". El hijo de puta no paraba de desafiarme. Cuando uno no reacciona, es punto hasta que crepa - decía el tío Broccolonga. Como si se hubiera dado cuenta de que yo no sabía qué hacer, el orangután soltó una carcajada. "Es una joda, abuelo. ¿No le dijo el mozo? Esta vez invité yo. Aprendí a respetar al hombre que no es batidor. Usted vive y deja vivir", abuelo dijo, y me cedió el paso. "¿Se encontraron?", me atajó el mozo. "Sí". "Le conté a Quique que usted había venido. Quería saludarlo". "Chau", me despedí. Nunca hubiera imaginado que al orangután lo llamen Quique.

Cuánto hace que estás parado junto a este árbol, Zapirain. Buena idea entrar por el garaje de los patrulleros, podés ser un cana de civil. Pero con la revista abierta no engrupís a nadie. No estás leyendo, cualquier boluda se da cuenta que simulás. Si fueses un coche estarías esperando el remolque. Desde ayer no parás de analizar lo que se viene si hacés la denuncia. Cómo demostrás todo lo que viviste: desde la escupida del orangután al arrebato a la del bastón, y que el bar es el aguantadero. No tenés testigos. El mozo es yunta de Quique. Poner la cara es deschavar que querés que los encanen. Es peligroso jugar con estos nenes. Peligroso para vos, para ellos no sos enemigo. ¿Te la bancás a los seis-tres? ¿O vas a defender los pocos, putos años que podés durar? "¿Necesita algo, señor?". El de la garita. "No, nada". "Como hace un cuarto de hora que está ahí parado…". Tenés que justificar el rato largo de franelear con tu miedo. "Vine por un cambio de domicilio, pero me olvidé el DNI. Vuelvo más tarde". ¿Por qué dijiste cambio de domicilio? ¿Te va a echar del barrio ese pendejo cabrón? Desde 1988 que vivís en la casa que era de tu vieja. El carnicero encarga sólo para vos la longaniza, y también es de Racing. ¿Cómo le explicás a tu mujer? ¿Cómo le explicás al otro Zapirain? Había otro. ¿O murió, vendiste los órganos y cremaste los menuditos en el horno de barro? ¿Para qué dormís con la 22 debajo de la almohada? ¿O un día de éstos vas usar el caño de consolador con esa gorda de piel lechosa? ¿En qué catacumba se van a esconder? Pará, Zapirain. Quieto, quieto como un tronco. Esa moto que acaba de llegar. Negra es, pero la misma patente. Y la mata de pelo rubio volándose del casco. Le queda grande al Turco el chaleco antibalas. Oíme, Zapirain, nos rajamos mañana. Sin la gorda, sin las várices. Solos.

Fuente: Télam

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