Dos años, esta cifra me lleva y no casualmente a "El milagro secreto", aquel cuento de Borges en donde Jaromir Hladík, un escritor judío está a punto de ser fusilado por las tropas nazis que poco antes habían invadido Praga. Hladík se hallaba embarcado en la escritura de "Los enemigos", un drama en verso del que había concluido el primer acto y aún le faltaban dos. Entonces le pide a Dios: "Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más". Es el tiempo que Jaromir Hladík necesita para terminar un libro que lo justifique. Como bien se sabe, Dios le concede esa gracia. Por el contrario, para seguir viviendo, Nahmán de Braslav quemó el libro que ya había escrito. Como hemos dicho, Dios no le concedió esa gracia.
En la ficción, el libro se salva. En la realidad, no sucede lo mismo. A ciertos poderes les inquieta el testimonio y aspiran borrar la memoria. Hacia el año 221 a.C. el príncipe de Ts´in agregó a su nombre el apelativo Shi Huang-ti (que significa "primer emperador") y se abocó a la desmesurada tarea de unificar China: sometió a los reinos rebeldes y, con el fin de detener el paso de los bárbaros ordenó, construir la célebre muralla. Entre una y otra acción, dispuso que se quemaran aquellos libros que desacreditaran el presente en provecho del pasado. Es decir, todos los textos anteriores a Shi Huang-ti.
Esta infortunada manía tuvo voluntariosos seguidores. Basta con recordar el incendio de la biblioteca de Alejandría, en el año 48 a.C. o recordar que en junio de 1242, veinticuatro carretadas de manuscritos del Talmud fueron quemadas en la actual plaza del Hôtel-de-Ville de París o recordar la hoguera que provocaron Hitler y sus discípulos en los años 40, o la incesante fogata de los generales argentinos, que comenzó en 1976 y se apagó en 1983.
Fuente: Télam