Se supone que ese lugar, donde hoy confluyen tres de las principales avenidas de la ciudad -9 de Julio, Corrientes y Diagonal Norte- fue el elegido por el adelantado Pedro de Mendoza para apoyar su espada en 1536, al desembarcar.
De lo que sí puede estarse seguro, es que donde está el obelisco se erigía antes la iglesia de San Nicolás de Bari, luego demolida, en cuya torre flameó por primera vez en Buenos Aires la bandera azul y blanca creada por Manuel Belgrano.
Los obeliscos fueron concebidos por los egipcios como monumentos en honor a sus dioses y sus estructuras eran monolíticas; sin embargo, el obelisco porteño es hueco -tiene puerta de entrada, una escalera interior de 342 peldaños y 4 ventanas en la cúspide- y es un homenaje al progreso.
Tal como sucedió en París en 1889 con la Torre Eiffel, el anuncio de su erección promovió un movimiento de repudio, especialmente entre los conservadores, pero las protestas sólo sirvieron para acelerar la obra.
Siguiendo al pie de la letra el diseño del arquitecto Alberto Prebich y trabajando a dos turnos diarios, 150 obreros de la compañía inglesa Siemens, Bawnion, Geope, Green & Bilfinger, lo levantaron en apenas 60 días.
Mide 67 metros de altura y 7 metros de base; pesa 170 toneladas; posee un pararrayos en su cúspide y por debajo corren dos líneas de subte superpuestas: la D y la C.
La obra fue dispuesta por el intendente Mariano de Vedia y Mitre, y a su inauguración, el 23 de mayo de 1936 a las 3 de la tarde, asistió el presidente de la Nación, Agustín P. Justo.
Con el tiempo el obelisco comenzó a ser mirado con buenos ojos y acabó constituyéndose en punto de referencia y especie de vigía: hoy, además de ícono porteño, es centro de reunión, celebración y encuentro de actividades culturales, políticas y sociales; e incluso se lo ha vestido para ocasiones especiales(Telam)