Catamarca
Viernes 29 de Marzo de 2024
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Goering y Kelley: El nazi y el psiquiatra

En El nazi y el psiquiatra, el periodista estadounidense Jack El-Hai pone su lupa sobre el extraño lazo que establecen el mariscal del Reich y ex jefe de la Luftwaffe, Hermann Goering, con el psiquiatra militar norteamericano Douglas Kelley, llamado a Nuremberg para establecer el estado mental de los reclusos que serían juzgados por un tribunal formado por funcionarios aliados, dispositivo tipificado a posteriori por las Naciones Unidas (ONU) para el desarrollo de una jurisprudencia específica.
El libro, publicado por la editorial Ariel, cuenta una historia que excede al juicio en sí mismo (tuvo lugar entre el 20 de noviembre de 1945 y el 1 de octubre de 1946), para centrarse también en las ideas que exponían o escondían esos nazis capturados, y cómo se llevaban entre ellos y con los médicos y los psicólogos.

Goering iba a ser -se suponía- el heredero de Adolf Hitler, era el hombre de mayor nivel; pero también estaban sentados en el banquillo Rudolf Hess, secretario del fuhrer; Karl Donitz, almirante de la flota alemana; Alfred Jodl, jefe del estado mayor de la Wehrmacht; Wilhelm Keitel; Alfred Rosenberg, autor de El mito del siglo XX y ministro de educación del Reich; Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores; Albert Speer, arquitecto y ministro de armamentos; Franz von Papen y Ernst Kaltenbrunner.

Faltaban, claro está, Martin Bormann (juzgado en ausencia); Joseph Goebbels, que se suicidó horas antes que Hitler; Heinrich Himmler, el jefe de las SS, aesinado por una patrulla inglesa, y un montón de personajes secundarios que se escaparon o bien fueron seducidos por sus conocimientos técnicos para trabajar en diversos países.

Según narra el autor, para Kelley resultó una oportunidad inigualable a la que luego intentaría dar forma en un libro sobre la mentalidad nazi, rasgo diferencial que en esos términos casi podría confundirse con un diagnóstico clínico, diverso a las categorías de sociopatía o psicopatía si se los trataba uno por uno. Kelley nunca estuvo seguro de que esas categorías dijeran algo.

Sorprende que en las entrevistas que el hombre tenía con los capturados, muchos de ellos no se declaraban antisemitas sino que decían que esa retórica había sido parte de la propaganda que se construyó para preparar una psicología de las masas en la que la sociedad alemana se viera a sí misma unida después de la humillación del Tratado de Versalles. Lo que no impidió los asesinatos masivos, a escala industrial.

Pasados por los diversos tests de personalidad, nada extraño apareció en los resultados: ningún patrón de conducta genérico que diera lugar a una mutación antropológica. Pero sí cierta locura que se repetía: ninguno de los acusados entendía que habían perdido los cargos y los emblemas del poder que alguna vez ejercieron.

Y no deja de llamar la atención la identificación con Goering que experimenta Kelley (sobre todo cuando el nazi depone sus defensas más obvias) y habla y habla y permite que lo desintoxiquen de su adicción a la morfina y sus variedades. Goering nunca lo dice, pero al parecer despreciaba a Hitler, su falta de cultura y su vulgaridad: reconoce su oscuro carisma. En ese punto, a su juicio, inigualable.

Si parece mentira que la barbarie nazi haya sucedido sólo hace setenta años; y que acaso en esos años prosperó una teoría del mal absoluto, lo que no puede dejar pasarse es la conceptualización de Sigmund Freud sobre la masa y el líder: no explica la mente nazi, no es su objeto; pero la soldadura entre quienes se identifican a un ideal resulta el tornasol que advierte la emergencia de un peligro.

Fuente: Télam

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