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Historias con nombre y apellido

(DIARIOC, 09/08/2010) Paula Quiroga, la tejedora de las manos de seda

ANCASTI, Catamarca.- Cuando esas manos huesudas y suaves que señalan la inmensidad del monte espinoso dejen de tejer se perderá un oficio que ya nadie sabe. Cuando la sequía se ensañe aún más con el paisaje y la mariposa no nazca por pura pereza, nadie va a saber cómo se hace seda de los capullos blancos. Cuando Paula Quiroga, la dueña de esas manos y del nido sedoso, diga basta, el mundo se habrá quedado con menos sabiduría, se habrá quedado más pobre.

Doña Paula habla despacito de su vida, siempre humilde, con una sonrisa urgente y linda, de dientes fuertes.

Dan ganas de que esas manos delicadas nos acaricien, nos desarmen los rulos, como ella hace tan sabiamente con la seda que siempre tiene a mano. En realidad, doña Paula se llama Pabla Lidia Romero de Quiroga, nació hace 73 años en Ipisca, Catamarca, y aprendió, por necesidad, un oficio ancestral: buscar y encontrar los nidos de un gusano silvestre que sólo se encuentra en esa zona catamarqueña, lavarlos, hilar la seda en un huso que ella misma fabrica y tejer prendas en un telar rudimentario y difícil, tejidos que pueden valer muy caros, aunque a ella siempre le dieron chirolas, le "mal pagaron" con moneditas.

Paula y sus manos saben todo. Saben de tejer, saben de la tierra y saben del alma. Del alma humana y su mezquindad y de esta tierra polvorienta donde esos gusanos, con nombre científico que ella no sabe pronunciar, trabajan su "casita" en los árboles, para abandonarlas cuando son crisálidas.

Entonces, Paula sale a buscar los "niditos" blancos, va todas las mañanas al monte y junta de a cien, los lava con lejía, los seca al sol, les habla un poquito y, cuando el capullito es un ovillo, Paula comienza a hilar un finísimo hilo de seda, seda criolla, tan bella como la seda china, que guarda en el huso de madera.

Después, bastante después de todo ese procedimiento, Paula se pone a tejer en un telar de madera, que también ella fabricó con palos raros, entrelazados como nervios, y allí pone la seda y teje, teje todo el tiempo, teje y habla.

"Dicen que esto de tejer viene de los indios, pero no sé si será verdad. Mi abuelita ya hilaba y mi mamá también, porque antes, en cualquier casa, había un telar criollito, como el mío. Lo malo es que lo hacemos al aire libre, porque... ¿vio mi rancho? Es chiquito, así que, cuando hace frío como ahora, ya no tejo, ya", dice, mientras en su falda hay un nidito blanco que arrancó en la mañana y que, según ella, tiene la mariposa durmiendo adentro.



1 de 16  - Pabla Lidia Romero de Quiroga (Paula Quiroga) nació hace 73 años en Ipsca, Catamarca, aprendió el oficio ancestral de buscar nidos de gusanos silvestre, hilarlos en un huso y con eso tejer diferentes prendas  -   Foto: LA NACION Rodrigo Néspolo/Enviado especial


¿Hay diferencia entre este hilo especial y bonito con el que se encuentra en el Extremo Oriente? ¿De dónde viene esta seda?

La experta Ruth Corcuera, en su libro Mujeres de tierra y seda , da una aproximación de los orígenes y escribe: "La arqueología nos dice que los primeros habitantes de aquellos sitios fueron cazadores que hace 10.000 años consideraban el continente americano como un gran espacio sobre el que avanzaron buscando modos de subsistencia. Los españoles, al entrar en Catamarca, encontraron indígenas a quienes, abarcativamente, se los llamó diaguitas".

Pero Paula nada sabe de arqueología. Ella sólo quiere tejer siempre: "El día que no veo una tela en mi telar es como si estuviera enferma", aclara, y saca el tesoro de su casa y lo muestra. "Este es coyoyo o coyuyo, como le dicen. Vení, mire los que tengo por acá. Son como cien, aunque para tejer una bufandita, necesito un montón."

Y se levanta con tranquilidad, nos acerca al chiquero y allí, colgados, como si fueran nidos de murciélagos blancos pero diminutos, cuelgan los nidos.

"Son gusanos, ¿ves? Andan por las ramas de noche y llegan a agarrar el tamaño de un dedo y son de color oscuro y amarillo. Cuando crecen, empiezan a hacer el capullo y quedan colgados de los arbustos. Después, se hacen mariposa y llegan a medir 11 centímetros de ala a ala. Bueno, cuando la mariposita se va, quedan los niditos y yo me los llevo a mi casa porque de ahí saco la seda."

Paula, Paula con sus manos, recoge en el ardiente verano que calienta detrás de la Cuesta del Portezuelo, una cantidad incierta de capullos, los hierve con cenizas revolviendo de vez en cuando hasta que el hilo se despega y forma un copito de seda. Luego, se separan las cenizas del copo, se lava el capullo nuevamente, se seca y Paula comienza a hilar la lanita en un huso chiquito. ¿Cuántos necesita? Para una colcha calcula que usa cinco mil y, a cada uno de ellos, Paula los elige, los acaricia, los hila.

"Ves -dice- tiene que ser finito el hilo, bien finito, y casi nadie lo hace ya", y sus dedos huesudos se transforman mágicamente en una especie de aguja de oro que transforma el rústico ovillito en seda salvaje.

A su alrededor hay gallinas, niditos colgando, un chancho que nos mira fiero, un telar desarmado porque nevó la noche anterior, un frío demoledor y un auto que no anda.

"Yo quería ser militar -cuenta Paula, mientras hila-, pero mi mamá me decía: «Usté es mujer, no puede ser militar, mi niña»; entonces, aprendí a tejer con cualquier lana, de oveja, de llama, de todo. Le robaba los ovillitos y me iba a «traviesiar»."

- Y qué tejía.

-Alforjas, sobre todo, mantitas, cosas para los aperos, porque los gauchos de antes querían estar siempre lindos, con lo mejor en la montura y me pedían las alforjitas bien pituquitas.

Paula jura que cuando teje no piensa en nada más que en la seda, en sus cinco hijos y en la Virgen del Valle. Protesta, porque cada vez hay menos capullos y ahora tiene que irse lejos para buscar las pupitas, como ella las llama.

"Digo a los chicos que vayan y de paso «traviesean» un poco. Me traen, todos me traen, porque soy la única que teje de esta manera. Y, además, esto se teje de pie, porque para que entre la sedita en mi telar criollo, le tengo que poner otra plancha."

Entonces Paula, como si el tejer fuera su atavismo y su mandato, comienza a armar una serie de palos extraños, con peines rudimentarios, partes que parecen no tener lugar donde encastrar y comienza una labor que sólo se ve en algunos documentales, de esos llamados "el oficio profundo" u otras muletillas.

Pone la lana, saca el peine, nos mira cómplice, da vueltas a su telar, explica que ahora hay lana de oveja que ella misma tiñe y que tiene que ponerle "el otro aparatito" para que la seda pueda tejerse.

Es una danza hermosa la que Paula hace. Una danza que no se compara con nada, excepto con sus ojos lindos y sus manos suaves, y todos la miramos moverse entre ovillos y lanas sueltas, entre gallinas y huesitos y ella, sin darse cuenta de que es un milagro lo que hace, nos muestra humilde.

- ¿Y no le enseña a nadie?

-Ahora la intendenta (Blanca Reyna) me da 400 pesos para que enseñe, pero acá todos viven de los políticos, de algún subsidio y me quedaron pocas alumnitas. Todas chicas jóvenes, que cobran esa asignación por hijos. No sé, por ahí no tienen el amor que hay que darles a los coyuyitos.

Muy cerca de ella, Don Quiroga, el marido de Paula, está haciéndole a su mujer un nuevo huso con un hueso de vaca y otro con palo amarillo, un árbol cuyo nombre científico ella desconoce. "La Presidenta tiene un chal que yo hice. Mirá, es tanto el trabajo que da hacer un ponchito o uno de esos pañuelos triangulares, que los tengo que cobrar entre 500 y 1000 pesos o más?".

- ¿Y los vende?

-Dos por año suelo vender.

A Paula la llevaron hace un año a la Sociedad Rural para que expusiera sus labores y ella quedó fascinada con la ciudad. Es que nunca había salido de Ancasti por tanto tiempo "porque, desde chiquita, que trabajo. Iba al colegio y volvía a tejer. Tenía dos hermanos discapacitados y teníamos que atenderlos, entonces tejíamos y así aprendí. Nunca fui sirvienta de nadie. Me gané el trabajo yo sola, con las manos".

- ¿Le gustó Buenos Aires?

-Me gustó la Rural, lo único que conocí.

Paula se levanta muy temprano, les da de comer a sus animales y sólo ahí desayuna algo. Después, se pone a hilar alguna lana y ayuda a Quiroga, su marido, en labores domésticas. Dice que nada ha cambiado en la zona, nada, salvo la sequía, que cada vez es peor. "Cómo necesitamos el agua, ni se imagina, cada vez hay menos coyuyos?", dice.

Y cuenta Paula, que además de tejer, es partera. Porque los nacimientos en ese monte empezaron a ser cada vez más frecuentes y no hay médico que llegue a tiempo. Entonces, esta tejedora de seda silvestre se lava bien las manos y ayuda a las parturientas con su sabiduría.

En eso, también, las manos de Paula son como la seda.

PAULA QUIROGA
Una tejedora muy especial

Quién es : tiene 73 años, nació en Ipisca, está casada y tiene cinco hijos


Qué hace : teje con seda silvestre. Para ello, va a buscar los capullos al monte, los hierve con cenizas, los limpia, los seca al sol y luego comienza a hilar la lana. Sus labores valen entre 500 y 1500 pesos. Para hacer una colcha necesita hasta 5000 nidos de coyuyos. Es la única persona en el país (al menos que se conozca) que conserva el arte de hilar la seda y tejerla como lo hacían los diaguitas.


Fuente: La nación

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