Catamarca
Jueves 28 de Marzo de 2024
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La ciudad muerta

En verdad que en mis visitas al Oeste catamarcano no he oído nunca hablar de la Ciudad Muerta , pero la expresión nace de una vieja leyenda calchaquí. Dicen que por la zona del Salar de Pipanaco, entre el Saujil de Pomán y Andalgalá y hasta el Sureste de Belén, es común escuchar la comparación: “desdichado, triste, devastado, desolado como la ciudad muerta”, u otros adjetivos.
(DIARIOC, 02/11/2009) Cuenta dicha leyenda que allá por los comienzos del Cristianismo vino por esos Valles un Apóstol del Señor, cuyo nombre nadie recuerda haber oído repetir a sus mayores.

Todas las naciones indígenas de la amplia región tenían como capital a una esplendorosa ciudad de extraordinaria belleza y riquezas, cuya ubicación hoy nadie puede precisar.

La creciente prosperidad hizo que sus habitantes, como Sodoma y Gomorra se entregaran a todos los placeres mundanos, faltas a la moral y cuántos vicios imaginables fuesen posibles.

En esas condiciones vivían sus habitantes cuando llegó a la ciudad un Predicador, de una raza distinta a la de todas las tribus que habitaban la región, de singular belleza e impecables vestimentas, que parecían brillar con una luz sobrenatural, lo cual hizo recelar a los indios desconfiados por naturaleza..

Dicen que traía una cruz en la mano y que en la propia lengua de los indios, con mucha dulzura y carisma, les habló del Reino de Dios, de la llegada de Cristo el Redentor, de los pecados que cometían y de la necesidad, prácticamente una obligación de arrepentirse y convertirse al cristianismo para no perecer en el fuego del infierno.

El pueblo lo escuchaba, primero con curiosidad, luego atónitos por que les arrostraba como pecados aquellos actos, que para ellos eran normales y corrientes, de sus excesivos placeres.

De pronto, cansados de tanta reprimenda y molestos por las nuevas conductas que debían guardar, entre gritos e insultos el Apóstol cayó en manos de los indios que terminaron con su vida, depedazándolo en carne y ropas y como en las piras de la Inquisición , inmolaron al apóstata de sus dioses y costumbres y les ofrendaron los despojos del misionero.

El sacrificio fue motivo de una gran fiesta con total desenfreno, al estilo que acostumbraba la ciudad.

Pasada la medianoche, llegó el Zonda, el viento fuerte y caliente que sopla por estas comarcas y que arrastra ríos de médanos de un lado a otro. El viento con que Pachamama castigó la soberbia de Gilanco que había desoído los reclamos de Llastay.

La tierra comenzó a temblar como si pasaran al galope mil elefantes y durante la noche los temblores se repetían con aterradora frecuencia.

Sabemos bien los habitantes de estas montañas que cuando la tierra tiembla una primera vez, al momento llega otro temblor más intenso, por lo que de inmediato, al primer sacudón, se busca el cielo abierto y un descampado, para protegerse de la posibilidad del derrumbe de las viviendas, árboles y cuánta cosa pueda a uno venírsele encima. Pero los indios dormían impávidos, obnubilados sus sentidos por las borracheras y las orgías, sin darse cuenta que algo grave estaba comenzando a suceder.

Amaneció en los valles del Oeste y desde el filo azulado del Manchao, que como centinela se yergue majestuoso destacándose su imponente silueta en el Ambato, un sol opaco, deslucido, cual si hubiera perdido las energías, asomó tristemente.

A la salida del sol, que parecía escondido detrás de un velo, le siguió una especie de lluvia de cenizas que fue apagando la vida de la flora y de la fauna, mientras la tierra seguía temblando cada vez con mayor fuerza, como si un ejército de dinosaurios corriera desbocado por Pipanaco.

La gente se despertó asustada, y entre el miedo y la resaca de sus borracheras comenzó a correr sin rumbo en medio de un inmenso caos y griterío donde clamaban piedad a sus dioses.

Dicen que los gritos se oían desde atrás de las montañas, por las quebradas y valles, y ascendían hacia el cielo donde sus dioses parecían no escuchar.

De pronto el suelo se abrió y la ciudad se hundió en un profundo abismo, llevándose consigo a todos sus habitantes.

Cuando los últimos restos de la esplendorosa ciudad, de magníficos palacios y jardines se hundiera en ese inmenso hoyo y el último de sus pecadores habitantes llegase a la sima oscura del abismo, mientras aún se escuchaban ayes y súplicas que emergían de las profundidades, un descontrolado volcán, un alud de maloliente cieno, cubrió toda la superficie donde la ciudad había estado horas antes, borrando así, para siempre, todo vestigio de su existencia.

{adr}Dicen que la propia naturaleza se encargó de mantener el castigo a la ciudad, pues en la comarca solo se ve sequedad y desolación. Los ríos que antaño corrían caudalosos hoy son secos arroyuelos, los árboles que como selva cubrían las extensas planicies de aquellos valles, son sólo vegetación rala, espinuda y casi sin follaje. Y los animales, que antes retozaban y alegraban el paisaje como en el bíblico Edén, ante tanta sequía y desolación, buscaron mejores tierras, y pasan por aquí, de vez en cuando, solo algunos que, perdidos o curiosos, se aventuran a transitar por estos lugares.

Si la Ciudad Muerta existió o no, hoy no se sabe con certeza científica, pero cuando la voz popular da cuenta de extraños sucesos, es porque algo hubo, aunque el tiempo y las deformaciones de la transmisión oral, hayan cambiado un tanto la realidad.

Quizás alguna vez, los estudiosos del futuro, den con ella y entonces sus contemporáneos digan: “antes se pensaba que era una leyenda, ahora sabemos que fue verdad”. O tal vez sea sólo una leyenda de ayer, de hoy y también en el futuro. Pero en la provincia hay un refrán popular que dice que “cuando el río suena... agua trae...”

Texto: Del Libro: Catamarca ensueño y Leyenda, de Rodolfo Lobo Molas (catamarcapress.com.ar)
Fotos: Paisajes de Pipanaco, Leandro Montaña, Buenos Aires.

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