Catamarca
Miercoles 24 de Abril de 2024
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La viuda del quinto D

"Este perro tiene olor a cazuela de mondongo, sin garbanzos", ha logrado reconocer Pedro Mendioroz cuando el ascensor detiene su marcha. La fealdad de la jaula lo lleva a fantasear que no hay fabricación. Según Mendioroz el proceso es absolutamente natural: se inicia arrancándole un gajo al ramaje de la torre Eiffel, se lo planta y al tiempo nace una de estos ascensores.
El otis de casa está agobiado por 60 años de cargar soretes, considera Mendioroz. Como cada mañana, iba a cumplir su rutina del ascensor: adelantar a ciegas el pié derecho y mirar en el espejo si ha recortado parejamente la barba canosa. Pero se ha topado con un obstáculo imprevisto: el flanco de una enorme heladera con cierto aire a los tanques Sherman que sostuvieron el avance de los aliados sobre Roma. Procura ser preciso: comienzos de 1944, sí, comandados por el general George C. Patton, que tenía cara de árbitro de rugby. La clásica mudanza de los sábados. Para lograr que semejante bulto entrara en la estrecha caja del ascensor habrán acostado la heladera y luego la ladearon hasta que se redujo a dócil alfil refugiado en su cueva. "La pudimos encajar porque es hoy, ayer no hubiera entrado", sentencia el peón que sostiene al Sherman.

La mudanza condena a Mendioroz a esperar varias pasadas del ascensor, lapso en que lo degrada de Sherman a Zeppelin. Al llegar a la planta baja descubre que el vestíbulo se ha trasformado en un depósito de muebles. Los va eludiendo y cuando cree que ha dejado atrás el terreno minado se encuentra con que la invasión ha extendido su dominio a la vereda. Mesas, sillones, cuadros, alfombras, canastos de mimbre de los que se ve sobresalir tazas y libros, han sido instalados frente al 1134 de la calle Agüero. Una mudanza obliga a que uno se divorcie de todo lo inservible que lo rodea, halla Mendioroz la veta positiva. Pensando por qué se siente acosado por el verbo divorciar, enfila hacia el supermercado. "No te olvides del alimento de Astrakan", ha recomendado su mujer, entonces él ordena prioridades: leverwust, pepinillos agridulces, piedritas para el caniche. "Ponerle a un perro Astrakan es tan ridículo y falto de imaginación como decirle equinoccio a un caballo. Sabe que lo desprecio el cretino, pero igual me hace fiestas. Obcecuencia disfrazada de lealtad", es planteo que Mendioroz cuida de callar. "Voy a ver a mamá", ha anunciado su mujer. "Entonces me quedo a comer en lo de mi hermano, vuelvo a las 4", aprovechó él. Proyecto fallido. El informe de su cuñada, a través del celular, es escueto y no admite alternativas: "estamos por almorzar en un recreo del Tigre".

Al regresar, sólo media hora más tarde, a Mendioroz le sorprende que unas veinte personas estén paradas frente a su edificio. Todos miran hacia arriba. Ese mirar con fijeza el firmamento lo lleva a evocar las expectativas originadas por dos apariciones fabulosas: el paso del cometa Halley, a partir del siglo XIX, que provocó el suicidio de miles de personas intimidadas por tan correcto cuerpo celeste y el Avión Negro que iba a traer a Perón en 1956. Ahora el objetivo no provoca temores. Varios peones han armado un sistema de sogas y roldanas para bajar un piano.

El aterrizaje de la nave es majestuoso. Los mirones han empezado a dispersarse cuando se acerca un tipo de unos 50 años, de overol azul y borceguíes. Levanta la tapa y sus dedos corretean suavemente sobre las teclas. Ahí nomás, de parado, juega con un tramo de una sinfonía. El intruso observa los movimientos de los peones y al ver que siguen dedicados a su trabajo se planta frente al piano. Entibia la mano repitiendo un ejercicio de replegar y luego extender los dedos, y se sumerge en un vals de Chopin. La perspectiva del show gratuito hace que la gente se reagrupe.

Los más jóvenes se sientan sobre las baldosas. Un chico arrima un cajón de manzanas. El artista interrumpe la ejecución y tras probar la resistencia de la madera, reinicia el vals. Al concluir la pieza surgen entusiastas aplausos. Una mujer muy delgada, de piel trasparente, enteramente vestida de negro, avanza hacia el piano. Después de susurrar un "bravo" casi rozando la mejilla del artista, suelta un hondo suspiro. "La viuda del edificio de la esquina, quinto D. Qué manera de suspirar, dios, y esas tetas…", identifica Mendioroz. Al momento de romanticismo sigue una pieza breve. "¿Qué tocó, maestro?". "Un scherzo de Eric Satie". Y de inmediato el ahora maestro salta a un tema de jazz: Duke Ellngton, "Muñeca de satin". Madame insinua un contoneado paso de baile. En eso se oye una voz ancha, como de metal oxidado: "no se puede dormir, ché, ¿por qué no apagan la radio?".

Un muchacho de camiseta musculosa se ha tirado en una de las camas que ocupan la vereda. "Te apoliyaste de garrón y nadie dijo nada. El maestro garronea el piano. Aguantá, flaco", lo cruza un peón. El de la camiseta se cubre la cabeza con una toalla y continúa durmiendo. "¿No se podrá tomar algo fresco?", consulta el maestro. "Por supuesto, ya vengo", dice madame y no demora en aparecer con una botella ya abierta de vino blanco, una copa y un frasco. Sirve vino con generosidad, ofrece una aceituna y tararea el vals Brillante de Chopin: "laráira, larilará, larilaráiii…", y deja la "i" flameando como una media de seda en una terraza.

El maestro bebe un sorbo y pesca una aceituna. "Usted es muy musical", halaga. Nuevo suspiro gimiente de madame, el pecho siempre erguido. "Esta mina está loca. Entrega un chardonnay de 49,90, entrega un frasco de aceitunas riojanas de 30 mangos, todo entrega… Hay alguien que la banca, viene dulce", hace un inventario Mendioroz.

El maestro mira el carozo desnudo que ha sacado de su boca, luego frota los dedos contra las teclas para desprenderse de algo pegajoso. Madame alarga la palma para recibir el huesito. "Por favor, lo estuve mordisqueando…", se excusa el maestro. "Iba a decir su nombre, pero no lo sé", insiste madame. "Sergio. ¿Qué les puso a las aceitunas?". "Los dedos de un artista son sagrados". "Lo tenía que haber pensado antes de meterles ese menjunje". "Les puse ají molido, orégano, paprika…". "Hubiera traído un palillo. El piano no merece que lo enchastre". Madame toma el carozo y lo guarda en un monedero. "¡Otra!, ¡otra!", corea la tribuna. "Tiene que lavarse las manos". "¿Dónde?". "Venga a casa. Es un segundo, vivo en la esquina", invita madame. "Si me voy, se acabó el recital". "En casa se da una ducha. Tengo ropa para que se cambie. Me siento culpable", gestiona madame con una sonrisa sensual. "Vamos", reclama. "Permiso, es sólo un momento…", atina a decir Sergio a su público y se aleja con madame. "¿Dejamos el vino y las aceitunas?", duda ella sin detenerse. "¡Vamos, muchachos, a cargar todo! Terminó el concierto", grita el chofér a los peones. Mendioroz no sabe qué hacer. "Soy libre hasta las 4. A casa no voy. Y ni una palabra de que volví a la 1", resuelve. Va hasta la esquina, trepa una corta escalinata y se para frente al portero eléctrico. Sus ojos ubican el timbre del quinto D. "Me la podía haber llevado yo. O cualquiera, esta mina se regala. Ella se lo levantó", considera. El índice acaricia el timbre dorado, pero no lo oprime. Como si fuera un pezón de madame lo acaricia. Pedro Mendioroz mete marcha atrás, Pedro Mendioroz tiene olor a ganas de comer riñoncitos al jerez, Pedro Mendioroz suspira desde el asma.

Fuente: Télam

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