En pocos días leí un libro sobre Franz Kafka y tres novelas de Philip Roth, quien, lejos del checo, se dedicó tanto a la literatura como a las mujeres, creyendo que estaba escribiendo una historia de las mismas cuando en rigor, estaba narrando su perplejidad frente a la masculinidad y a la potencia de la literatura para anudar más ese nudo.
El animal moribundo es el propio Roth, no es su amante cuarenta años más joven, a quien no se le pasa por la cabeza dejarlo porque no es como el protagonista de Mi vida como hombre, alguien que se mira en el espejo de otros hombres sino una mujer, única, irremplazable, singular, hasta para dejarlo.
En Sale el espectro, con el fondo de la reelección de George W. Bush, su alter ego en la novela, enfermo, anciano, desactivado por una larguísima temporada en el interior de los Estados Unidos, retorna a Nueva York para cruzarse con los jóvenes liberales que admiran su obra y con una joven texana de la cual queda prendido, a sabiendas de su impotencia y su desprecio por los hombres que la rodean.
Podrá pensarse que es una lectura más de Hamlet: las dudas del sobrino del rey se extienden bajo largos soliloquios que sólo lo vuelven un patotero, un prepotente de callejón vacío cuyo despertar de esa amnesia de años, al trasluz ha vuelto a ser quien siempre fue. Ese sujeto, hijo de lo que queda del padre y que sin nada que ofrecer, se refugia en su prestigio y sus recuerdos. La dignidad de un anciano tironeado por su propio fantasma.
¿Por qué los héroes de Martin Amis son delincuentes de poca monta? Algunos de los hombres que atraviesan sus novelas saben de audacias, acopian un saber-hacer sobre el delito para el que la única inmunidad que existe es la soledad. Sólo basta recordar que una mujer despechada no dudará, si fuera imprescindible, en arruinar un golpe histórico.
Decapitar, degollar, empalar mujeres es un clásico del islam, pero para dar su golpe mayor en el Occidente global, tuvieron que convivir con esa otra especie, que tanto recuerda a mamá, no sólo hasta disimular su miedo sino para componer una unidad indisociable que explotaría contra unas torres gemelas.
El prisionero del sexo que tanto tiempo fue Norman Mailer escribió miles de páginas sobre héroes de guerra, asesinos seriales, asesinos de presidentes, agentes al servicio de cualquier canallada y cínicos escoltas de una contracultura feminizada que tuvo su bautismo de muerte rápidamente, casi tanto como la castración.
El animal moribundo declina en múltiples figuras. A los escritores y a los obsesivos los encierran en mundos apocalípticos, preedípicos, donde se muere de golpe, de muerte violenta, remedo del rito de paso, heroico como Ulises tapándose los oídos, para continuar ignorando que lo que quiere una mujer no es una capitulación sino algo así como una templanza para soportar lo inevitable.
Fuente: Télam