Catamarca
Martes 16 de Abril de 2024
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No me interesa degradar el idioma en jerga

En El idioma de los niños, el psicoanalista y escritor Luciano Lutereau reflexiona acerca del estatuto de lo infantil en nuestros días, el papel de la escuela en la formación y sobre el acento puesto en la caída de la autoridad y el supuesto desinterés de los niños por el saber.
El libro, publicado por la editorial Letra Viva, aborda esos problemas por fuera de cierta jerga, en la tradición que el autor reivindica como una herencia de Francois Dolto y Donald Winnicot.

Lutereau es doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA) y Magister en Psicoanálisis por la misma universidad, donde se desempeña como docente e investigador. Entre sus libros, Los usos del juego y ¿Quién le teme a lo infantil?

Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : Desde el título, el libro remite al ensayo de Borges, El idioma de los argentinos, y en el campo específico del psicoanálisis lacaniano, al de Jorge Baños Orellana, El idioma de los lacanianos. ¿Cuál es el sentido de esta doble referencia cruzada?
L : Agradezco la explicitación de esas referencias. En efecto, el título del libro indica esa doble mención. Y por cierto, tanto en una vía como por la otra, se apunta a lo mismo: lo infantil es un modo de hablar; a partir de la relación que el niño mantiene con el lenguaje pueden reconocerse esos modos de vivir y de ser que llamamos infancia. Asimismo, los ensayos breves reunidos en el libro tienen una procedencia específica. La mayoría de ellos fueron publicados como notas periodísticas en diferentes medios gráficos, con el formato de artículos de divulgación que debían responder a cuestiones concretas y cotidianas. Desde hace algún tiempo mi principal interés, en la enseñanza del psicoanálisis, radica en el intento de transmitir los conceptos más arduos sin apelar a tecnicismos. No me interesa degradar el idioma en jerga. Hoy día, considero más importante el retorno a la experiencia analítica antes que el esclarecimiento de obras particulares. Por eso, al redactar y revisar El idioma de los niños siempre tuve en mente los esfuerzos de Francois Dolto y Donald Winnicott por llegar al público amplio, sin concesiones. La rigurosidad no puede estar en los términos utilizados, sino en la encrucijadas clínicas que se delimitan.

T : Uno de los hallazgos del libro radica en el modo en que intentás precisar la posición infantil de nuestro tiempo, ¿qué ocurre hoy en día, cuando encontramos que muchas veces los niños se muestran desinteresados frente a las formas habituales de la autoridad?
L : En efecto, suele tratarse de niños que exceden las demandas escolares: no sólo no estudian, sino que ni les interesa; no responden a las sanciones, y por lo tanto, para ellos las malas notas se vuelven ineficaces; en definitiva, niños que no se sitúan respecto del signo de amor del otro. Esta circunstancia contemporánea es un dato de partida que requiere algún tipo de esclarecimiento. En principio, considero que sin duda las nuevas tecnologías han tenido un papel en este asunto. Sería difícil determinar si se trata de un rol protagónico, ya que el psicoanálisis poco puede decir sobre las situaciones sociales que acontecen -no tanto como lo que podrían decir la sociología y la antropología-, pero cabría reconocer que existe una coordenada de relación novedosa a partir del momento en que los niños detentan un saber del que los adultos están en falta. Por ejemplo, ¿no es notorio que muchas veces somos los grandes quienes pedimos a un niño que actualice el antivirus de la computadora? ¿No suele ocurrir que veamos niñas de 4 o 5 años manejando una Tablet con absoluta destreza? Sin ir más lejos, mi hijo de apenas un año toma mi celular y desliza el dedo por la pantalla en busca de producir efectos… De acuerdo con estos términos, ¿qué podría decir un adulto a un niño, cuyo saber se encuentra expuesto y ya no supuesto? Por esta deriva es que vemos fracasar muchas de las formas tradicionales de la autoridad. Desesperados llegan al consultorio esos padres que ya no pueden decir con satisfacción Te lo digo yo, porque soy tu padre. En nuestros días, los niños pueden responder fácilmente a esta coyuntura, que antes quedaba a salvo de la interrogación. ¿Y quién sos vos para decir eso?, argumentan los niños. A la sumisión de otra época, los niños de nuestro tiempo ofertan un modo de poner en cuestión los semblantes que difícilmente podríamos confundir con la rebeldía. En este sentido, considero que sería vano hablar de una crisis de la autoridad en nuestro tiempo. En todo caso, considero que la autoridad ha variado su modo de ejercicio. Hoy en día, los niños ya no aceptan que se les digan las cosas porque sí (o porque no), sino que apuntan -más que nunca- al deseo en que se sostiene la palabra del adulto. Ya no alcanzan las funciones anónimas de la autoridad (padre, madre, profesor, etcétera.) sino que es preciso su fundamentación en una palabra auténtica. Sin duda esto hace vacilar cualquier pesimismo.

T : A propósito de lo que mencionás respecto del fracaso de lo infantil (otro de los temas del libro), subrayás modos de presentación del padecimiento que no se reconducen al síntoma, como el aburrimiento o la tristeza, ¿podrías ampliar esta idea?
L : Vivimos una época de niños entretenidos, ¿qué es un niño triste? La tristeza en los niños es muy distinta a la de los adultos. Para estos, la tristeza está vinculada principalmente con las frustraciones que la realidad imprime a sus proyectos. Un adulto entristece cuando siente que no puede expandir su deseo en alguna dirección -incluso a costa de realizar ese deseo, ya que la mayoría de las personas sólo necesita imaginar lo que va a hacer, en lugar de hacerlo. Los niños no tienen esta relación con la capacidad de desear. Sus expectativas nunca suponen un largo plazo; en todo caso, ellos viven el futuro como una extensión actual del presente. El horizonte temporal, con su fugacidad irrecuperable, que hace del pasado un tiempo que ya no existe, es algo propio del mundo de los adultos. Por eso es tan corriente que la mejor representación del niño eterno (ese que llamamos Peter Pan) sea la de alguien que no quiere crecer. Por lo tanto, no es a través del golpe que el tiempo imprime al deseo la causa de la tristeza en los niños. Tampoco a partir de las más diversas privaciones. Estas últimas suelen producir enojo. A decir verdad, si bien ésta indica un afecto más o menos constante en la infancia, lo cierto es que también implica una especie de límite, ese punto en el que un niño puede aparecer bajo otro ángulo: como forzado a una madurez precipitada. La tristeza en los niños no se da cuando las cosas no salen como se esperaba -eso que en los adultos empuja a la realización de un duelo-, sino que se produce cuando el niño deja de contar con algo con lo que contaba. En ambos casos se trata una pérdida, pero son pérdidas diferentes. Es corriente ver que los niños salgan indemnes ante la noticia de la muerte de un abuelo (u otro familiar), incluso respecto de la separación de los padres, mientras que por ejemplo, el extravío de una mascota puede sumirlos en el más profundo pesar. No se trata da la pérdida de un objeto cotidiano, también podría tratarse de una modificación del lugar de vacaciones. La tristeza de un niño se produce cuando se altera esa circunstancia en la cual apoyaba su capacidad para jugar. Ya no se trata de que aparezcan síntomas ruidosos o grandes quejas, porque incluso hasta el niño aburrido tiene recursos como para denunciarlo a viva voz, sino que el niño triste queda sumido en un ensimismamiento que, como tal, es ajeno a la infancia. Lo primero que pierde un niño triste es la curiosidad.

T : Y ¿de qué modo vinculás estas coordenadas de aparición de lo infantil con las demandas propias de la escuela (que suelen enviar a los niños rápidamente al psicólogo)?
L : Hace tiempo vengo reflexionando sobre estos temas, en particular sobre la escuela, antes que asumir una actitud defensiva frente a los maestros y educadores. En efecto, en un libro reciente (Posiciones perversas en la infancia, escrito junto con Lujan Iuale y Santiago Thompson) pude notar que la demanda creciente de las escuelas tiene un fundamento. Hoy en día los niños no suelen llegar a una consulta por los viejos motivos de inhibición del saber o fracaso escolar (en el sentido cognitivo), sino por vías más complejas: trastornos de la conducta, desbordes emocionales, desafíos a la autoridad. Sin ir más lejos, por algo la nueva versión del DSM incluye también en su espectro la rebeldía como una forma de patología. Sin embargo, el DSM-V también incluye el duelo como una situación patológica… En este punto, ¿no deberíamos preguntarnos si esta proliferación de diagnósticos prêt-à-porter no responde más al imperativo de salud de una época (que restringe cada vez más la posibilidad de salirse un poquito del sistema) que a un interés por la subjetividad? Hasta hace unos años, una publicidad de analgésicos promocionaba la efectividad para erradicar el dolor de cabeza, hoy en día otra publicidad de un producto semejante nos invita a no parar ni un minuto, a vivir una vida de producción constante, en la que cualquier detención es patológica porque implica perder el tiempo. ¿No perdemos más tiempo cuando no queremos perder nada (de tiempo)? Por esta vía, entonces, la presencia de salud se vuelve ausencia crónica de malestar, la realización personal es una producción constante y exponencial. En definitiva, se nos ha quitado la posibilidad de crecer a través del conflicto. ¿Quién habla hoy por hoy de las crisis vitales a través de las cuales se torna necesario descubrir ciertos límites personales, volver a preguntarse por los intereses propios y los objetivos de nuestras elecciones más significativas?

T : Es un aspecto del libro la claridad expositiva con que se encuentra escrito, ¿cuál es el propósito de escribir un libro de divulgación?
L : No veo un signo negativo en la divulgación. Como decía al comienzo, aprecio mucho los esfuerzos de Dolto y Winnicott. Además, en lo personal consideré esta circunstancia como una prueba de fuego para exponer las intuiciones compiladas en este libro: pueden llevar el tono de la divulgación sin implicar vulgaridad. Eso espero. Y, si me permitís, agrego que muchas veces esta última se encuentra más en los escritos que aparentan academicismo, o se esconden detrás de un vocabulario especializado, que en los libros que transmiten una experiencia. En nuestros días se escriben más libros sobre libros (que explican autores, historia de conceptos) que libros de psicoanálisis propiamente dicho. Muchos más libros que dicen lo que el psicoanálisis debe ser, con un cierto dejo normativo y prescriptivo, que libros que comenten el modo en que se lo práctica en las circunstancias actuales. Por eso valoro mucho la obra de Pablo Peusner, a quien está dedicado El idioma de los niños (y con quien escribimos ¿Quién teme a lo infantil?), ya que su enseñanza, su modo de delimitar problemas clínicos, refleja no sólo el modo en que para mí comenzó el interés por el psicoanálisis con niños, sino también una cierta ética para comunicar resultados de trabajo.





Fuente: Télam

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