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Sabado 20 de Abril de 2024
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Sobre la incompetencia de la elite gobernante

En Acontecimiento, su último libro publicado, el filósofo y agitador cultural Slavoj Zizek estudia ese fenómeno y sus diversos efectos en Europa y los Estados Unidos respecto de las políticas migratorias, lamentando la desaparición de una izquierda laica y radical que ha dejado vacante un lugar ocupado por sucesos como los que están ocurriendo en estas horas en la capital francesa.
Este artículo se reproduce en esta agencia por amabilidad del intelectual esloveno.

Tras el triunfo electoral de los partidos euroescépticos y anti-inmigración en países como Francia y Reino Unido, muchos liberales han expresado asombro y preocupación. Sin embargo, había una especie de ingenuidad fingida en su sorpresa e indignación, en su estupor ante el modo en que se ha materializado la victoria de la derecha populista. Lo que deberíamos preguntarnos es por qué ha tardado tanto la derecha anti-inmigración en conseguir un avance decisivo.


Cuando Jean-Marie le Pen contó un chiste de mal gusto sobre una cámara de gas y un cantante negro de música pop (la próxima vez lo meterán en el horno), su hija Marine le Pen le criticó abiertamente, con lo que se promocionaba como la versión humana de su padre. Carece de importancia que este conflicto familiar sea real o simulado; la oscilación entre ambas facetas, la brutal y la civilizada, es lo que define a la derecha populista actual. Bajo una apariencia pública civilizada, acecha su espantoso y brutal lado oculto, y la diferencia radica solamente en el grado en que este lado oculto se muestra de forma abierta. Aunque esa faceta permanezca escondida, aunque no haya rendijas por las que pueda escapar, sigue ahí como una suposición silenciosa, como un punto de referencia invisible. Sin el espectro de su padre, Marine le Pen no existe.


No hay sorpresas en el mensaje de le Pen: el habitual patriotismo de clase trabajadora antielitista dirigido contra los poderes financieros transnacionales y la alienada burocracia de Bruselas. Y, efectivamente, el contraste entre le Pen y los tecnócratas europeos es muy marcado: devuelve la pasión a la política apelando a las preocupaciones de la gente corriente. Hasta algunos izquierdistas desorientados han sucumbido a la tentación de defenderla: rechaza a los tecnócratas financieros de Bruselas no elegidos democráticamente que hacen valer por la fuerza los intereses del capital financiero internacional y prohíben a los estados individuales dar prioridad al bienestar de su propia población; defiende por tanto una política que estaría en contacto con las inquietudes y preocupaciones de la clase trabajadora (los arrebatos fascistas de su partido son cosa del pasado). Lo que une a le Pen y a los izquierdistas europeos que simpatizan con ella es el rechazo compartido hacia una Europa fuerte y el hecho de defender que los estados nacionales recuperen toda su soberanía. El problema de ese rechazo compartido es que, como dice un chiste, le Pen no busca las causas de las dificultades en el rincón oscuro donde realmente están sino a plena luz, porque ahí se ve mejor. Todo empieza con una premisa correcta: el fracaso de las políticas de austeridad puestas en práctica por los expertos de Bruselas. Cuando el escritor rumano de izquierda Panait Istrati visitó la Unión Soviética en la década de 1930, la época de las grandes purgas y los juicios ejemplares, un apologista soviético que intentaba convencerle de que la violencia contra los enemigos era necesaria citó el dicho de que No se puede hacer una tortilla sin cascar algunos huevos. A lo que Istrati respondió lacónicamente: De acuerdo. Veo los huevos cascados. ¿Dónde está la tortilla?. Deberíamos decir lo mismo sobre las medidas de austeridad impuestas por los tecnócratas de Bruselas.

Lo menos que se puede afirmar es que esta crisis que empezó en 2008 aporta muchas pruebas de que no son los ciudadanos sino los propios expertos los que, en su gran mayoría, no saben lo que hacen. De hecho, en Europa Occidental estamos siendo testigos de la incompetencia cada vez mayor de la élite gobernante (cada vez tiene menos idea de cómo gobernar). Fíjense en el modo en que Europa hace frente a la crisis griega: presiona a Grecia para que pague sus deudas pero, al mismo tiempo, hunde su economía con las medidas de austeridad que le impone y en consecuencia, se asegura de que la deuda griega nunca pueda pagarse. A finales de diciembre de 2012, el propio FMI publicaba un estudio que mostraba que el perjuicio económico causado por unas medidas de austeridad agresivas puede ser hasta tres veces mayor de lo que se creía, razón por la que cancelaba sus propias recomendaciones sobre austeridad para la crisis de la eurozona. Ahora, el FMI admite que obligar a Grecia y a otros países cargados de deudas a reducir sus déficits demasiado deprisa sería contraproducente. Después de que se hayan perdido cientos de miles de puestos de trabajo por culpa de ese error de cálculo.

Es como si las entidades de crédito y los supervisores de la deuda acusasen a los países endeudados de no sentirse lo bastante culpables; los acusan de sentirse inocentes. Recuerden las continuas presiones de la UE sobre Grecia para que aplicase las medidas de austeridad; esta presión encaja perfectamente con lo que el psicoanálisis denomina superyo. El superyo no es un ente ético propiamente dicho, sino un agente sádico que bombardea al sujeto con exigencias imposibles y se regodea de forma indecente con la incapacidad del sujeto para responder a ellas; la paradoja del superyo es que como Freud vio claramente, cuanto más obedecemos sus demandas, más culpables nos sentimos.

Ahí reside el verdadero mensaje de las protestas populares irracionales que hay en toda Europa: quienes protestan son muy conscientes de lo que no saben, no pretenden tener respuestas rápidas y fáciles, pero a pesar de ello, lo que su instinto les dice es verdad: que quienes están en el poder tampoco lo saben. En la Europa actual, los ciegos guían a los ciegos. La política de la austeridad no es una verdadera ciencia, ni en el menor de los sentidos; se acerca mucho más a una forma contemporánea de superstición (una especie de reacción visceral ante una situación compleja, una respuesta ciega del sentido común que nos dice: Las cosas han salido mal, la culpa es nuestra de un modo u otro, debemos pagar el precio y aguantarnos, así que vamos a hacer algo que duela y gastar menos). La austeridad no es demasiado radical, como afirman algunos izquierdistas, sino lo contrario, demasiado superficial; es el acto de no ir a la verdadera raíz de la crisis.

Sin embargo, ¿puede la idea de una Europa unida reducirse al reinado de los tecnócratas de Bruselas? La prueba de que no es así es que EE UU e Israel, dos estados nacionales arquetípicos obsesionados con su soberanía, en su fuero interno y a menudo ofuscado, consideran que la Unión Europea es el enemigo. Esta percepción, que mantienen bajo control en la retórica política pública, estalla en su doble cara oculta, la visión política fundamentalista de la extrema derecha cristiana, con su miedo obsesivo al Nuevo Orden Mundial (Obama está en connivencia secreta con Naciones Unidas, las fuerzas internacionales intervendrán en EE UU e internarán en campos de concentración a todos los patriotas estadounidenses genuinos; hace un par de años, había rumores de que las tropas latinoamericanas ya estaban en las planicies del Medio Oeste construyendo campos de concentración). Esta visión alcanza su máxima expresión en el fundamentalismo radical cristiano, del que son un buen ejemplo las palabras de Tim laHaye y compañía; el título de una de las novelas de laHaye apunta en esta dirección: The Europa Conspiracy. El verdadero enemigo de EE UU no son los terroristas musulmanes, que no son más que marionetas manipuladas en secreto por los laicistas europeos, las verdaderas fuerzas del anti-cristo que quieren debilitar a EE UU y establecer un Nuevo Orden Mundial bajo el dominio de Naciones Unidas... En cierto modo, están en lo cierto: Europa no es un bloque de poder geopolítico más, sino una visión mundial que, en última instancia, es incompatible con los estados nacionales, una visión de un orden transnacional que garantiza ciertos derechos (bienestar, libertad, etc.). Esta dimensión de la UE nos da la clave de la supuesta debilidad europea: hay una sorprendente correlación entre la unificación europea y su pérdida de poder político-militar en todo el mundo.


¿Y cuál es el problema de los tecnócratas de Bruselas? No solo sus medidas, su falsa competencia, sino sobre todo su modus operandi. La esencia de la política actual es una administración y coordinación de intereses no politizada. La única forma de introducir pasión en este ámbito, de movilizar activamente a la gente, es mediante el miedo: miedo a los inmigrantes, miedo al crimen, miedo a la depravación sexual impía, miedo al propio estado excesivo (con su cargamento de impuestos elevados), miedo a la catástrofe ecológica, miedo a la hostilidad (la corrección política es la forma liberal representativa de la política del miedo). A los liberales progresistas, claro está, les horroriza el racismo populista; sin embargo, un análisis más profundo revela enseguida que su respeto y tolerancia multicultural por los que son diferentes (étnica, religiosa o sexualmente) comparte la premisa básica de los que se oponen a los inmigrantes: el miedo a los otros se aprecia claramente en la obsesión de los liberales con el acoso. El Otro está bien, pero solo en la medida en que su presencia no sea intrusiva, en la medida en que este Otro no sea realmente Otro.


No es de extrañar que la noción de los sujetos tóxicos esté ganando terreno. Aunque esta idea tiene su origen en la psicología popular, que nos pone en guardia ante los vampiros emocionales que andan sueltos y se aprovechan de nosotros, la noción está extendiéndose mucho más allá de las relaciones interpersonales inmediatas: el adjetivo tóxico abarca unas propiedades seriales que pertenecen a ámbitos completamente distintos (natural, cultural, psicológico, político). Un sujeto tóxico puede ser un inmigrante con una enfermedad mortal que debe permanecer en cuarentena; un terrorista cuyos mortíferos planes deben frustrarse y que debe estar en Guantánamo, esa zona de exclusión sin ley; un ideólogo fundamentalista al que hay que silenciar porque fomenta el odio; un padre, un profesor o un sacerdote que abusa de los niños y los corrompe. Lo que es tóxico es, en última instancia, el vecino extranjero como tal, de modo que el objetivo final de todas las normas que rigen las relaciones interpersonales es poner en cuarentena o al menos neutralizar y contener esta dimensión tóxica.


En el mercado actual, encontramos toda una serie de productos privados de sus propiedades malignas: café sin cafeína, nata sin grasa, cerveza sin alcohol. Y la lista no se detiene ahí: ¿acaso no es el sexo virtual un sexo sin sexo? ¿O la doctrina de Colin Powell de hacer la guerra sin que haya víctimas (en nuestro bando, por supuesto), una guerra sin guerra? ¿O la redefinición contemporánea de la política como el arte de la administración competente, una política sin política? Hasta llegar al actual multiculturalismo liberal tolerante como una experiencia del Otro privado de su otredad; el Otro descafeinado que baila danzas fascinantes y tiene una visión de la realidad holística y ecológicamente sensata, mientras que facetas como el maltrato a la esposa permanecen ocultas.


¿No es esta eliminación de la toxicidad del Otro inmigrante el elemento principal del programa del UKIP de Nigel Farage? Farage insiste una y otra vez en que no está en contra de la presencia de trabajadores extranjeros en el Reino Unido, que valora enormemente a los esforzados polacos y su contribución a la economía británica. Cuando preguntaba a quienes le escuchaban si de verdad les gustaría tener a unos rumanos en el piso de al lado, añadía inmediatamente que a él le encantaría tener a una familia polaca de vecina; lo que le preocupaba era esa gente con antecedentes penales a la que se le permite entrar en el Reino Unido. Esta es la postura de la derecha anti-inmigrantes civilizada: la política del vecino sin toxicidad (los polacos buenos frente a los rumanos-gitanos malos). Esta idea de la eliminación de la toxicidad del vecino representa un claro paso de la barbarie sin paliativos a la barbarie con rostro humano. ¿En qué circunstancias surge?

La antigua tesis de Walter Benjamin de que detrás de cada auge del fascismo hay una revolución fallida no solo sigue vigente hoy día, sino que quizás sea más pertinente que nunca. A los liberales de derechas les gusta señalar las similitudes que hay entre los extremismos de izquierda y de derecha: el terror y los campos de concentración de Hitler eran una imitación del terror bolchevique, el partido leninista sigue vivo hoy en Al Qaeda; ¿no indica esto más bien que el fascismo sustituye a una revolución de izquierdas fallida (ocupa su lugar)? Su auge es el fracaso de la izquierda pero, al mismo tiempo, una prueba de que existía la posibilidad de una revolución, una insatisfacción que la izquierda no fue capaz de aprovechar. ¿Y no puede decirse lo mismo de lo que actualmente se conoce como islamofascismo? ¿No hay una correlación entre el islamismo radical y la desaparición de la izquierda laicista en los países musulmanes? Hoy, cuando se describe a Afganistán como el país fundamentalista islámico por antonomasia, ¿quién sigue acordándose de que, hace 30 años, era un país con una fuerte tradición laicista, que dio paso a un poderoso Partido Comunista que se hizo allí con el poder, sin depender de la Unión Soviética? Como ha demostrado Thomas Frank, lo mismo es válido para Kansas, la versión estadounidense de Afganistán: el mismo estado que, hasta 1970, era la cuna del populismo radical de izquierda es hoy la cuna del fundamentalismo cristiano. Y lo mismo ocurre en Europa: el fracaso de la alternativa de izquierdas al capitalismo mundial abre paso al populismo antiinmigración.

Incluso en el caso de los movimientos claramente fundamentalistas, hay que tener cuidado de no perder de vista el componente social. Habitualmente se presenta a los talibanes como un grupo islamista fundamentalista que impone su gobierno mediante el terror; sin embargo, cuando en la primavera de 2009 se hicieron con el control del valle de Swat en Pakistán, The New York Times dijo que habían sido los artífices de una revuelta de clase que aprovecha las profundas fisuras existentes entre un pequeño grupo de terratenientes y sus arrendatarios sin tierras. Si, sacando partido de la difícil situación de los agricultores, los talibanes dan la voz de alarma sobre los peligros que acechan a Pakistán, que sigue siendo mayoritariamente feudal, ¿qué impide a los demócratas liberales de Pakistán, igual que a los de EE UU, aprovechar esta difícil situación y tratar de ayudar a los agricultores sin tierras? Lo que, lamentablemente, implica este hecho es que las fuerzas feudales de Pakistán son el aliado natural de la democracia liberal... Y, mutatis mutandis, lo mismo se puede decir de Farage y le Pen: su auge es el anverso de la desaparición de la izquierda radical.


La lección que deberían aprender los liberales atemorizados es, por tanto, que solo una izquierda radicalizada puede salvar lo que valga la pena salvar del legado liberal. Si eso no sucede, la triste perspectiva que nos acecha es que los extremos se acaben uniendo: el gobierno de unos tecnócratas financieros sin nombre bajo la máscara de las seudopasiones populistas.

Fuente: Télam

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