Catamarca
Jueves 28 de Marzo de 2024
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Tenemos que recuperar nuestra soberanía alimentaria

En Malcomidos, la periodista y escritora Soledad Barruti no ahorra datos y pruebas concluyentes sobre el efecto que la alimentación está teniendo sobre la salud de los argentinos en un relato que se lee como una novela lanzada hacia la mayor de las oscuridades pero que jamás descarta la posibilidad de un final feliz.
El libro, publicado por casa Planeta, es difícil de digerir o es de digestión lenta pero es de lectura imprescindible, mucho más hoy, cuando se festeja el Día Mundial de la Alimentación.

Barruti nació en Buenos Aires en 1981. Escribe y trabaja sobre temas vinculados a la alimentación en Página/12, en el suplemento Radar, en Las 12 y en las revistas Bacanal y Traveler. El sabor de Dios, su primera novela, se publicará en los próximos meses.

Esta es la conversación que sostuvo con Télam.

T : En principio, ¿cuál es la hipótesis que organizó la investigación?
B : El libro surge, curiosamente de un amor muy grande por la comida y el buen comer. Las mesas familiares de mi casa estaban comandas por una abuela que cocina mejor que nadie que haya conocido y que lograba hacer de cada plato una celebración. Siempre la recuerdo dichosa preparando los antojos de todos y me recuerdo mirándola y aprendiendo maravillada.

Eso me generó un respeto casi sagrado por los alimentos y, por supuesto, una atención muy grande a las transformaciones de la época.

Malcomidos empieza con la transformación de los pollos, un alimento que vi mutar en la cocina de mi abuela, de un plato delicioso a una porquería incomible. ¿Qué había pasado? Que el pequeño mercado del que nos abastecíamos cambió a sus proveedores -productores tradicionales de la zona- por grandes cadenas que traían pollos envasados al vacío que habían sido producidos en forma intensiva.

Eso generó en mi casa una especie de investigación casera -timoneada en ese caso por mi madre que es médica y que siempre prestó una gran atención a la relación entre los alimentos y la salud- y nos adentró en vastísimo universo de mitos y sospechas en torno a los productos que hoy ya las tenemos naturalizadas pero que entonces era una novedad.

Finalmente, para traer el asunto acá en el tiempo, en los últimos años salieron un montón de investigaciones periodísticas y documentales para desentrañar esas dudas. Y yo leí y vi todos lo que conseguí. Y si bien daban cuenta de una situación global, la duda sobre los alimentos que se producen en nuestro país, siempre quedaba abierta. Responder esas inquietudes (cómo se producen los alimentos en la Argentina y por qué) me terminó llevando a escribir este libro.

T : ¿Existe alguna correlación entre el desarrollo industrial argentino y la baja en la calidad de la alimentación?
B : El problema es la magnitud que adquirió en los últimos años el agronegocio, relacionado, sobre todo, a la soja. Se trata de un puñado de corporaciones multinacionales y unos poderosos pools de siembra locales que aprovechando la rentabilidad de ese commodity (que no hay que confundir con un alimento, un commodity es un producto que se exporta casi en su totalidad para alimentar cerdos en China y para generar biocombustibles), hoy utilizan casi el 60 por ciento de nuestra tierra cultivable. O sea: nuestras mejores tierras son usadas para producir un grano que, salvo por el ingreso de divisas, no nos sirve para nada.

El problema con eso es que como la tierra es una sola toda la comida real se tuvo que reacomodar, periférica a la soja o desaparecer. Así por ejemplo, cada vez hay menos diversidad de futas (se talaron hectáreas enteras de frutales que tardan años en crecer), hay menos trigo, menos girasol (la sustitución de cultivos también es muy notoria y tiene efectos que se traducen en escasez), se cerraron tambos y se talaron miles de hectáreas de lo poco que nos queda de bosque nativo, de donde también salen alimentos diversos: desde frutos hasta harinas no convencionales, o miel.

El resto de los alimentos se reacomodaron intensificándose, como decía, siguiendo una tendencia que si bien es global, es discutida en todo el mundo. Esto es, galpones con decenas de miles de animales de la misma especie (no importa si cerdos o pollos) hacinados, comiendo sin parar, estimulados por luz artificial que emula días de 24 horas, aguantando condiciones artificiales de crianza que sólo tienen en cuenta la optimización del tiempo y el espacio, con diferentes drogas, sobre todo antibióticos para frenar la proliferación de enfermedades. Y también agroquímicos: esos lugares repletos de excrementos, orina y deshechos de alimentos son tremendamente atractivos para distintas plagas.

Con las frutas y verduras sucede algo similar: lejos de los huertos al sol que sobreviven en la imaginación, nuestros alimentos crecen en invernaderos que parecen saunas tóxicos donde se recrean condiciones artificiales de atemporalidad y los productos crecen aceleradamente gracias a fertilizantes sintéticos que si bien logran el efecto deseado (que frutas y verduras crezcan) dan productos que cada vez tienen menos sabor, menos aroma y más posibilidades de estar contaminados con residuo de plaguicidas.

Por último, para terminar de completar esta relación, hay que tener en cuenta que mientras la comida real desaparece o es cada vez más irreal, nos vemos invadidos por lo que se vende como alimento: productos elaborados, repletos de grasa, azúcar y sal que solucionan la falta de tiempo en la cocina con cosas que nos seducen desde el paladar pero nos hacen daño. Por eso las enfermedades relacionadas a la alimentación son cada vez más vistas: obesidad, diabetes tipo 2, enfermedades cardíacas y una gran cantidad de cánceres (un tercio según la OMS) relacionados directamente con la dieta: con comer mucho de unas cosas y comer poco y nada de otras.

T : La estigmatización de los fumadores, por ejemplo en los Estados Unidos y acá también, me contaba un psicoanalista, trajo como consecuencia un crecimiento del número de diabéticos.
B : No sabía eso. Lo que sí se ve es una relación directa -con estudios y campañas que refuerzan la idea, entre compañías alimentarias y tabacaleras- es el daño que generan sus productos a la salud, y la adicción que promueven. ¿Exagerado? Hoy las muertes provocadas por enfermedades relacionadas a la mala alimentación le pisan los talones a las muertes relacionadas por tabaquismo. Con una gran salvedad: se puede dejar de fumar pero no se puede dejar de comer.

En la conducta empresaria también se ven cosas similares, desde publicidad engañosa orientada al público más vulnerable (niños, adolescentes), hasta la incorporación de sustancias adictivas. Es reciente un fenómeno muy interesante: los ceos de algunas grandes empresas, como Kraft en los Estados Unidos (un país cuya población obesa ya le ganó en cantidad a la población que tiene un peso equilibrado), se han arrepentido públicamente. Y dicen cosas increíbles: lo sabíamos, lo sabemos todavía cuando pensamos productos y sus fórmulas. La única forma de solucionar el problema es con la intervención del Estado sobre las industrias. ¡Es la parte humana de la industria pidiendo intervención!

T : Cuando se habla de alimentos procesados o sostenidos en base a conservantes, ¿de qué se está hablando?
B : En primer término, se trata de alimentos pensados para seducirnos y atraparnos. Y cumplen con otros estándares de la industria, homogeneización, estabilidad, durabilidad. Son alimentos artificiales: una textura, un aroma, un color y un sabor compuesto por la manipulación de esa grasa, azúcar y sal de la que hablábamos antes: sustancias ante la que nuestros organismos caen rendidos por la propia debilidad evolutiva. En la naturaleza no existen esas sustancias en gran cantidad, y sí en los productos elaborados porque además, tapan el sabor a nada que tendrían si no estuvieran condimentados.

T : Esa relación entre la pauperización de indígenas y la expansión de ciertos cultivos, ¿era inevitable si este país pretendía salir de la crisis en la que se hundió durante el 2001-2002?
B : La soja generó y sigue generando dinero, el tema es a costa de qué. Cada vez que se va un cargamento al exterior se van entre los granos miles de nutrientes de nuestros suelos -de los más fértiles del planeta- que no se recuperan. Estamos explotando la tierra como si fuera una mina, estamos dejando los suelos yermos. Hay lugares como el norte donde la evidencia de ese fenómeno es peor porque como el medio es más vulnerable, los suelos son más débiles y el colapso se acelera. Ver cómo quedan algunos suelos después del paso de una serie de monocultivos intensivos es desgarrador: tierra quemada, paisajes desérticos, viento y polvo. Eso no es inofensivo, los desastres ambientales también son desastres sociales: porque lo que queda son tierras inundables, o espacios propicios para tornados.

Por otro lado, el cultivo de soja no genera trabajo: se trata de una agricultura sin agricultores, una agricultura de máquinas, que resuelve diez mil hectáreas con una persona.

Es un campo que reclama tierra para commodities y descarta a las personas. Así, a los que se puede, se los reacomoda en periferias urbanas, en barrios sociales, y los que resisten (campesinos, comunidades originarias que no ven ningún consuelo en una vida marginal o de caridad) son corridos con violencia o directamente asesinados.

Y no tenemos que olvidar que se trata de cultivos transgenizados, que crecen regados por agrotóxicos. Nadie querría vivir cerca de un lugar que es regado por litros de venenos (300 millones por año es lo que se arroja). Y quienes se quedan a vivir en esas zonas rurales, están siendo intoxicados crónicamente.

T : La Argentina, ¿está entre los países peor alimentados del mundo?
B : No sé si diría que somos de los países peor alimentados del mundo. Creo que sabemos comer, sabemos cocinar y disfrutamos de la comida. Pero también creo que esta avanzada y la manipulación de los productos desde su producción (de la que no se nos informa y no preguntamos) ya está empezando a mostrar su peor cara. Somos, por ejemplo, el país con mayor cantidad de chicos obesos menores de cinco años de América Latina. Es una nueva camada de argentinos condicionados a desarrollar obesidad en su vida adulta, y con la obesidad, todas las enfermedades acompañantes. Eso es mala alimentación. Y hay otras cuestiones que van a tener consecuencias en pocos años: que se haya corrido a las vacas del campo -de nuevo, para hacer lugar a la soja- y se las haya encerrado en corrales de engorde a comer maíz, trae aparejado que nuestra carne -históricamente, la mejor carne del mundo- sea una con más grasas saturadas, un desequilibrio de ácidos grasos especiales, y menos sustancias benéficas para la salud. Ahora bien, al ser un fenómeno reciente (los feedlots se alentaron y subsidiaron fuertemente en 2007), todavía no estamos viendo las consecuencias. Pero somos el país más carnívoro del mundo. Problemas, es lógico que traiga. ¿Es lógico que nos resignemos a eso? ¿A ensayar en nuestros cuerpos, en el cuerpo de nuestros hijos con estas comidas? ¿No tenemos más alternativas que la soja? El libro da cuenta de que no sólo no es cierto eso sino que todavía estamos a tiempo de revertir la situación: tenemos los saberes de las personas que saben cómo trabajar la tierra de un modo más sustentable, cómo criar animales de un modo más sano. No podemos resignarnos a perder eso. Tenemos que recuperar nuestra soberanía alimentaria. Y para hacerlo tenemos que cuestionar seriamente la matriz productiva a la que adherimos a ciegas y que tiene en jaque nuestra salud, nuestro medio ambiente y nuestra cultura.


Fuente: Télam

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