Catamarca
Viernes 29 de Marzo de 2024
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Una muerte en primera persona

Pablo E. Chacón

En sus últimos meses, el ensayista británico Christopher Hitchens no dejó de escribir: "Mortalidad", su diario de viaje por el mundo de los enfermos terminales es una muestra de honestidad intelectual y de fidelidad a sus convicciones, refractarias a cualquier placebo religioso.
El libro, que acaba de ser publicado por Random House Mondadori en su sello Debate, es de una brevedad tan contundente que vuelve imprescindible únicamente el lamento por la temprana desaparición del escritor.

Durante la gira de presentación de su último libro publicado en vida, después de un acto y antes de una entrevista en conjunto con Salman Rushdie, Hitchens se descompone, mantiene la calma, asiste a las celebraciones y vuelve a su pieza de hotel para seguir viaje al hospital.

"Logré asistir a los dos actos sin que nadie percibiera nada extraño, aunque vomité dos veces, con una extraordinaria combinación de precisión, limpieza, violencia y profusión, justo antes de cada evento", escribió.

Y agregó: "El nuevo país es bastante acogedor a su manera. Todo el mundo sonríe para darte ánimos (...) Prevalece un espíritu, en general, igualitario. Frente a eso, el humor es algo flojo y repetitivo, parece que no se habla de sexo y la comida es peor que la de cualquier destino que haya visitado nunca".

Claro que esto es solo el comienzo de una suerte de calvario que Hitchens soportará con un estoicismo del que termina por abominar. El sacrificio nunca figuró en su diccionario privado.

El escritor nació en 1949 y falleció en diciembre de 2011 en Houston, Texas, rodeado de sus amigos y familiares; graduado en Filosofía Política y Economía por la Universidad de Oxford, en 1981 se radicó en los Estados Unidos.

Publicó cantidad de artículos de opinión y los libros "La victoria de Orwell", "Juicio a Kissinger", "Cartas a un joven disidente", "Dios no es bueno", "Dios no existe" (antología del ateísmo), "Amor, pobreza y guerra" y "Hitch-22".

Polemista de fuste, de voz grave, obstinado y sagaz, deploró de la política exterior británica y demolió a la Madre Teresa de Calcuta en un libro jamás traducido al castellano.

"Mortalidad" no podría decirse que es su libro más personal. Es más que una redundancia. Es un testamento de cómo alguien -de frente a la muerte- decide no ceder y plantar un cuerpo estragado por los tratamientos, la quimioterapia, las oraciones y su propia historia, sumado al miedo y a cierto orgullo herido.

"¿De verdad no viviré para ver a mis hijos casarse? ¿Para ver el World Trade Center alzarse otra vez? ¿Para leer -si no escribir- los obituarios de viejos villanos como Joseph Ratzinger o Henry Kissinger?", se pregunta Hitchens, libertario y extremista.

El libro avanza paso a paso hacia el sarcófago, y el escriba no afloja el paso. Pero tiene palabras de agradecimiento para quienes rezan por él, para quienes le dedican oraciones. Y mantiene cierta indiferencia hacia quienes desean su muerte, rápida y dolorosa.

Hitchens, mientras continuaba su tratamiento, perdía el pelo, la piel, el apetito, no perdía el deseo de provocar; continuaba dando conferencias.

Sin embargo, llegó el día que el cáncer de esófago, extendido por su cuerpo, le impidió salir de su pieza: fue cuando perdió la voz, un golpe brutal a un narcisismo devastado.

Entonces, reproduce en su cuaderno: "He visto vacilar el instante de mi grandeza, /y he visto al eterno Lacayo sostener mi abrigo, con ironía,/y, en resumen, tuve miedo", uno de los versos acaso más hermosos de "La canción de amor de J.Alfred Prufrock", de T.S. Eliot.

Hitchens nunca renuncia a la aparición de una solución racional al mal de la muerte, pero no se hace demasiadas esperanzas con las terapias génicas y otras técnicas aún no probadas del todo. Y no se pregunta por qué ese mal se ensañó con él.

Y no pierde el sentido del humor: "Tengo algo que decir a favor de la muerte: /no te obliga a dejar la cama, y es una suerte. /A cualquier parte, estés de pie o largo /llega hasta ti sin cobrar recargo", parrafada de Kingsley Amis, padre de su íntimo amigo, Martin.

Pero el final es para su esposa, Carol Blue, que recuerda a su marido, su locura, su alegría y su infinita tristeza, tan triste como su apellido y esas palabras a media voz que apenas pudo pronunciar.

Fuente: Télam

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