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Viernes 19 de Abril de 2024
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Medellín: luces y sombras de un ciudad habituada a la violencia

Medellín, la capital del departamento Antioquia, es multifacética y pareciera moverse al ritmo alegre del vallenato que se escucha por sus calles hasta la madrugada, con mujeres que ratifican que las "paisas" son las más sensuales de Colombia, y donde en los días en que estuvo el equipo de Télam no se esuchó ni un solo disparo a pesar de que las estadísticas afirman que, si bien la violencia ha mermado, esta ciudad bella y pujante sigue siendo teniendo una altísima tasa de asesinatos, producto de los enfrentamientos entre bandas criminales y milicias ilegales.
La periodista Elisabeth Yarce afirmó en una de sus notas que "hay un mito según el cual Medellín tiene dos historias de violencia urbana: antes y después de Pablo Escobar", el legendario capo del Cartel de Medellín que en los años '80 declaró la guerra al Estado colombiano para evitar que lo extraditaran a Estados Unidos y fue abatido el 2 de diciembre de 1993.

El reinado de Escobar se consolidó a mediados de los '80. Las estadísticas afirman que en los 20 años posteriores murieron violentamente en Medellín más de 40.000 jóvenes de entre 14 y 26 años. Un trauma social que trascendió las crónicas policiales y fue reflejado tanto por el escultor Fernando Botero, que centró su obra en el conflicto colombiano, como por la literatura y el cine.

La novela "La virgen de los sicarios" es tal vez la obra menos poética del escritor colombiano Fernando Vallejo pero testimonia como pocas el clima tremendo de la violenta Medellín de principios de los '90, dominada por el narcotráfico y habituada al sonido de los disparos de victimarios y víctimas que se asesinaban entre sí por encargo o por venganzas interminables impuestas por una absurda Ley del Talión.

El autor cuenta con maestría el clima de su Medellín natal en una historia autorreferencial en la que un escritor homosexual se relaciona con un sicario adolescente, Alexis, al que se la tienen jurada. "Tenga cuidado, van a venir en una moto y le van a tirar con balas rezadas", le advierte un informante.

Las "balas rezadas" son el pasaporte a una muerte segura porque han sido tratadas con agua bendita y su efectividad ha sido encomendada a María Auxiliadora, la virgen de la que son devotos todos los sicarios de Medellín, explica Alexis a Vallejo. Una muestra del sincretismo atroz entre la religiosidad ancestral y la violencia que anida en las entrañas de Colombia.

Finalmente, por efecto de las balas rezadas o por la lógica inexorable del sicariato, Alexis es asesinado en una de esas noches que se iniciaban con disparos y amanecían con morgues llenas de cadáveres.

La ciudad ha cambiado. Ya nadie la llama "Medallo" o "Metrallo", como lo hacían los jóvenes de la novela de Vallejo. En buena medida, explican los locales, todo ha mejorado al ritmo de los avances en el transporte público, en especial los trenes que atraviesan el centro de la ciudad a 30 metros de altura y que se conectan con las dos líneas del metrocable, un eficaz funicular que vincula los barrios periféricos, recostados en los cerros, que hasta hace poco estaban prácticamente olvidados por el Estado.

En las calles o en el Parque Botero, donde están los famosos "gordos" del artista plástico, se escucha cada tanto el griterío de la gente alertando a la policía omnipresente sobre algún ratero, que generalmente es atrapado cuando intenta escabullirse entre los puestos de venta de frutas y jugos que hay por todo el centro, pero nada más.

"Son cuatro muchachos morenos, los tenemos invividualizados; trabajan con una señora mayor, vestida de negro, que es la que recibe y esconde lo que ellos roban, y cuando la policía los prende por la mañana salen por la tarde, porque no tienen nada encima", cuenta un taxista, que agrega, y no pareciera que en broma: "Les hemos dicho (los taxistas a la policía) que en lugar de arrestarlos nos los echen en la maleta del auto, que nosotros los hacemos desaparecer, pero, claro, están arreglados".

A pocas cuadras del Parque Botero, subiendo por calles abundantes en bares de música y restaurantes, más de un centenar de jóvenes de distintas tribus urbanas comparten en las noches el espacio del Parque del Periodista, también llamado El Guanábano. En una muestra de diversidad y tolerancia, charlan con su cerveza, su ron y su cigarrillo de marihuana sin que la policía intervenga ni incomode a nadie.

En cambio, lejos del centro la cosa es menos amable, sobre todo por las noches. En La Sierra, Comuna 8, cuando oscurece varios "pelaos" (adolescentes) se ubican en las terrazas de las casas y otean el movimiento. Tienen radios y armas largas con miras telescópicas. Nadie se mueve sin su permiso, en un virtual toque de queda, cuenta el portal del periódico local Cambio.

Erkin, que maneja una volqueta (camión volcador), cuenta por qué regresa al barrio antes de las nueve de la noche. "Me notificaron la semana pasada que como yo me movía en la volqueta por Villa Lila, La Cañada y Las Mirlas, donde hay enemigos de ellos, tenía que estar tempranito o me iban a matar; están paranoicos y matan por sospechar", afirma.

Los toques de queda son comunes en los barrios. Las bandas de microtraficantes siguen manejando su negocio con la lógica de la violencia. Temen que los infiltren de grupos enemigos y controlan hasta las relaciones personales de la gente de sus territorios. Todo el que habla o se relaciona con personas de otro barrio es sospechoso. Incluso un noviazgo puede ser razón para un asesinato. El miedo es la moneda corriente.

Hay zonas que transitan un período de calma porque las bandas han llegado a algún armisticio temporario, como la Comuna 13, pero en otros la realidad es tan dura como lo era en los años '80 y '90, durante el apogeo del Cartel de Medellín, cuando los disparos eran el sonido habitual.

Ya no trabajan para un capo. Esa estructura se atomizó, pero los métodos, aunque más atenuados, siguen vigentes. "Las bandas criminales son las que mandan en los barrios, más allá de la presencia policial y militar", cuenta a Télam Cristina, una líder social que trabaja con gente desplazada. Amenazan a líderes sociales, extorsionan a los comerciantes, les cobran peaje a los ómnibus y taxis, y también controlan las máquinas tragamonedas.

Fuente: Télam

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