Catamarca
Jueves 28 de Marzo de 2024
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El estallido de la vieja antinomia

Alberto Dearriba

Si los caceroleros que se manifestaron en las calles el jueves pasado tenían alguna esperanza de que el Gobierno modificara sus políticas centrales, las expectativas quedaron desairadas cuando la presidenta Cristina Fernández ratificó el viernes su "inquebrantable" compromiso con el modelo de país que Néstor Kirchner comenzó a delinear en 2003.
Si bien ninguna expresión masiva que proteste en las calles pasa inadvertida para un dirigente político, está claro que un Gobierno que fue plebiscitado en las urnas apenas un año atrás, no puede cambiar su proyecto político para atender una docena de reclamos puntuales.

Sin embargo, la Presidenta dijo que el proyecto de inclusión que lleva adelante comprende también a los que no están de acuerdo con el Gobierno, y abogó porque esa oposición heterogénea constituya una fuerza política orgánica que resultaría saludable para la democracia.

"Nosotros creemos en nuestro proyecto político, los otros que se encarguen de generar un proyecto alternativo" dijo, tras admitir que su gestión puede tener "errores, defectos y equivocaciones".

Los caceroleros reclaman por ejemplo frenar la inflación, pero no dicen cual es el modo de mitigar un problema que ni agrada ni genera el Gobierno, por lo que se sospecha que ofrecen la vieja receta del ajuste y la restricción monetaria que tanto daño produjo en la Argentina de los 90.

Si para conformar a los caceroleros, la Presidenta decidiera aplicar inesperadamente un plan antiinflacionario ortodoxo, desoiría en realidad a los 12 millones de argentinos que votaron un modelo que tiene al crecimiento y al empleo como motor fundamental de la economía.

Si el Gobierno dispusiera en cambio una sistema de precios máximos o fijos, seguramente sería criticado por quienes hoy claman por contener la inflación y se exhiben como adalides de la libertad.

Si para reducir el gasto fiscal financiado con emisión se frenara la obra pública y no se siguiera alimentando la demanda agregada, a despecho de la crisis mundial, el efecto inmediato sería la pérdida de puestos de trabajo, lo cual provocaría una profunda defraudación social entre quienes fundan sus esperanzas en el Gobierno.

Si el Gobierno dispusiera una devaluación con el objeto de permitir luego la libre flotación de dólar para que los caceroleros pudieran atesorar en billetes verdes como reclaman, esto produciría un impacto brutal sobre los precios y una transferencia de ingresos, en contra del salario que borraría las mejoras alcanzadas.

Un Gobierno que redujo la presión de la deuda, produjo un récord de reservas y paga puntualmente sus obligaciones desde el 2005 sin tomar créditos internacionales, no puede regalar alegremente las divisas acumuladas con tanto sacrificio de la ciudadanía.

Necesita cuidar los recursos en moneda extranjera que obtiene de un comercio exterior alicaído por las crisis mundial, para poder importar insumos industriales necesarios para que las fábricas sigan funcionando y para pagar obligaciones externas.

Las estrecheces del sector externo -un cuello de botella crónico en la economía nacional- fueron gambeteadas en el pasado con abundantes préstamos internacionales tomados a tasas usurarias, lo cual explotó en el default del 2001 que se llevó hasta las instituciones.

El kirchnerismo evitó el recurso del préstamo internacional contra viento y marea, por lo que sería incongruente que marchara ahora en ese sentido para satisfacer las ansias de acumulación de un sector de la población que confunde las libertades ciudadanas con el librecambio a ultranza.

Por el contrario, el kirchnerismo reivindicó desde 2003 la preeminencia de la política sobre la economía y del estado sobre el mercado, por lo cual resultaría francamente ridículo un cambio radical en ese sentido.

Los caceroleros insistieron durante su reclamo callejero en exigir una "libertad" de la cual gozan todos los argentinos de distintas condiciones sociales. En verdad, los sectores medios y altos que participaron en la protesta siempre tuvieron más "libertades" que los pobres.

El reclamo realizado a viva voz en las calles, parece apuntar a una libertad de mercado en la cual el estado mantenga un rol de ausente.

El reclamo contra la "diktadura" es tan incongruente y contradictorio
como el de mayor calidad institucional, realizado al mismo tiempo que las pancartas piden "que se vaya", "andate" y otras maravillas republicanas.

En verdad, los caceroleros no tienen un programa común y coherente, sino que coinciden en la bronca contra un modelo que hasta culturalmente les resulta agresivo. Pese a que viven razonablemente bien o muy bien, siempre les molestó el ascenso social de los más postergados. En ese sentido, la multitud del jueves representó en las calles la expresión de una vieja antinomia.

No está mal escuchar sus demandas, pero si el Gobierno aceptara todos los cambios que le proponen se produciría una operación de travestismo político superior a la encabezada por Carlos Menem en 1989, quién asumió proponiendo una "revolución productiva" y se fue tras un ajuste que provocó el cierre de miles de industrias.

La suma de las medidas puntuales que plantean los caceroleros implicaría la definición de un modelo de país opuesto al que impulsa el kirchnerismo, por lo cual sería realmente saludable para la democracia que una fuerza política asuma la representación de los descontentos para plantear orgánicamente una alternativa política en las próximas elecciones.

Sólo las urnas pueden dirimir una vez más la vieja antinomia. Recién entonces se sabrá si los planteos del jueves tienen un apoyo mayor que los 12 millones que apostaron el año pasado por un modelo de crecimiento, inclusión, empleo y consumo.

Fuente: Télam

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