Catamarca
Sabado 20 de Abril de 2024
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Dogmático para escribir, flexible para leer

En Canción de la desconfianza, el escritor y crítico literario Damián Selci se arriesga a un experimento discursivo que bajo el formato de un argumento clásico pone en acto a una serie de personajes empeñados en pedagogizar por diversos medios a un grupo de supuestos "esclarecidos" culturales.
El libro, publicado por la casa Eterna Cadencia, inaugura un área singular en la narrativa argentina, conjugando la literatura con la política por afuera del consenso moralista.

Selci ejerce la crítica cultural en diversos medios; pero la revista Planta ha sido su plataforma de lanzamiento.

Esta es la conversación que sostuvo con Télam.

- ¿La diferencia entre crítico y narrador tiene sentido en el universo de discurso contemporáneo?
- No sé, pero existe. Se da por hecho que un crítico literario no puede ser un buen escritor cuando en la literatura haya mil ejemplos en contra. Es un resabio de mal romanticismo común en la prensa cultural: el autor es bueno si su obra responde a una inspiración involuntaria. El crítico representa la conciencia.

- Entonces...
- Pienso que todo buen escritor es un buen lector, y si es buen lector es un crítico literario, más allá de que publique reseñas. La crítica literaria, que no es más que una lectura concienzuda, representa una base indispensable para escribir.

Pero esto no significa, como instaló la teoría francesa, que escritura y crítica literaria sean lo mismo. Son cosas diferentes y por razones prácticas. Tengo una divisa para esto: hay que ser dogmático para escribir, y flexible para leer.

Cuando uno escribe un texto literario, se arma de una biblioteca personal, se hunde en preocupaciones que en principio sólo le importan a uno y crea sus dogmas, algo básico para encontrar un estilo, y para ser extremo en alguna dirección, cualquiera sea. Un ejemplo menor está en Canción de la desconfianza no usar diálogos para indicar los parlamentos de los personajes.

Pero como crítico no puedo ser dogmático: no puedo condenar una novela por el inevitable hecho de no ajustarse a mis dogmas. Porque eso haría que me pierda auténticas novedades literarias. Y eso es algo que un crítico no puede permitirse.

El crítico tiene que preocuparse por encontrar lo nuevo. Es el único valor importante en la literatura moderna. Y hay que tener gusto para detectarlo. Hay que lidiar entonces con lo que se supone es el "gusto" de un crítico.

- ¿Qué se supone?
- El gusto de un crítico tiene tres componentes: 1) conocimiento de la tradición, 2) conocimiento de la literatura contemporánea, 3) apertura honesta a la novedad. Que a un crítico "le guste" la poesía neobarroca o la novela de aventuras no le importa a nadie.

- ¿Cómo se ejerce la crítica literaria en un mundo donde la felicidad es un imperativo y el consenso un ideal intelectual?
- Jorge Panesi, un profesor que tuve en la facultad, decía: el oficio del crítico es el más injusto del mundo. Yo pensaba que se refería a que si uno ejercía ese oficio con una mínima seriedad, iba a ser cascoteado por medio mundo. Y es así. Pero ahora esa declaración se puede leer de otra manera: el crítico siempre es "injusto" para un buen número de personas.

Está mal visto que un crítico haga juicios de valor y los argumente. El posmodernismo y esa benevolencia socialdemócrata es todavía la ideología dominante para muchos.

A mí se me acusa de autoritario por… ¡discutir! Los autoritarios no discuten, te meten preso. Los socialdemócratas manejan un lenguaje orwelliano: cuando dicen que quieren debate, quieren que te calles y los aplaudas; cuando hablan de pluralismo, quieren un consenso monolítico. Cuando aparece el crítico, tratan de expulsarlo de la discusión pública mediante la estigmatización.

- La formación marxista de un escritor en el país es una rareza. ¿Por qué es una rareza pero no tu decisión de encarar una novela?
- Yo cursé Letras, me cansé del posestructuralismo y me puse a leer a Marx y a Hegel. Es la formación "teórica" que tengo: la de un estudiante que pasó por Puán, leyó la bibliografía obligatoria, se hartó y leyó a los enemigos de esa bibliografía.

Por eso me gustó (Slavoj) Zizek: un hegeliano marxista modernizado, que se sabía todos los ataques de (Jacques) Derrida y los dejaba sin efecto, para hablar del triunfo de la dialéctica. Pero la formación de escritor viene de charlas con Martín Gambarotta, Alejandro Rubio, Nicolás Vilela, Ana Mazzoni y Violeta Kesselman.

- En Canción de la desconfianza retratás a personajes de una manera casi clásica, sin abandonar los cortes que la vuelven extraña, como si detrás el espectro no fuera el de Marx sino el de Brecht o Grosz. ¿Es así?
- Es así. Le presté atención al tema de los personajes porque me pareció que en las novelas que se venían publicando no había buenos personajes. Había seres apáticos, bostezantes, sin reacción psicológica al entorno. Y me pareció que se podía escribir una novela retomando la vieja idea de limitarse a presentar un gran personaje.

Es decir, un tipo que es una especie de rareza, y que por eso puede sintetizar una época. Añadirle un estilo novedoso y poner al personaje al servicio del estilo, y no de la narración.

Narrar no me interesaba per se. Quería encontrar una prosa novelística que me permitiera sintetizar lo que venía leyendo, que era básicamente poesía: la de los 90, también chilenos (Lira, Cuevas, Maquieira). La solución fue un personaje que no se pareciera a nada: Styrax. La gracia era contrapesarlo con una presentación realista en términos decimonónicos.

- La figura del drogado parece moralista pero las drogas hoy día son otras figuras del consenso. ¿Pensaste esa cuestión?
- Es una figura de los 80 y 90, un producto cultural de la socialdemocracia que siguió a la dictadura; en una época de pactos generalizada, constituye la única forma de extremismo que puede tolerar un socialdemócrata. O sea, el drogado representa un tipo de extremista compatible con el sistema cultural del alfonsinismo y el menemismo. ¿Cuál es el extremista que queda afuera, el incompatible?.

Los militantes revolucionarios de los 70. Para la socialdemocracia, los idealistas son peligrosos. No es raro que en esos años se haya encumbrado al drogado: es un extremista sin ideales, desencantado, escéptico, "esclarecido". Es una figura ética de consenso socialdemócrata: en términos culturales, tenía gracia ser drogado, no la tenía ser montonero.

Pero con los cambios que hubo a partir de 2003, la falsedad ética del drogado quedó al desnudo. Las señoras burguesas de Caballito no se escandalizan cuando Celeste Cid habla de sus adicciones en la Rolling Stone. Se escandalizan con la juventud políticamente organizada. De acá provienen las alusiones antinarcóticas de mi novela. Lo que genera problemas en los socialdemócratas es la organización, no la marihuana.

Fuente: Télam

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