¡Qué temprano sonó el reloj! A las cinco en el caso de los privilegiados con cama o carpa en El Mollar o Tafí del Valle. La mayoría pasó de largo o dormitó de manera intermitente en el asiento mal reclinado de un auto estacionado en la banquina. Algunos no pegaron un ojo de puro excitados mientras que el frío hondo de la montaña desveló a los desabrigados del llano. Las fogatas de unos y otros, red espontánea de farolas en la oscuridad estrellada de Tafí, aliviaron el rigor de las horas previas al desfile de la caravana de todoterrenos.
El cielo comenzó la transición del azul profundo al cian claro media hora antes de la llegada del primer motociclista. Una luz progresiva y sin fuente subrayó el contorno erótico de El Nuñorco y de las montañas que, cual pircas de un corral, tabican el valle. El proceso de gestación de un amanecer esplendoroso fue el primer espectáculo gratuito de la mañana, una compensación con creces por las incomodidades de la intemperie. Un guiño cómplice del caprichoso e inestable clima tafinisto a la multitud que subió a contemplar el desplazamiento del Dakar.
Ansioso, el grueso de los espectadores se apostó en la entrada del valle, donde comenzaba el corte de la ruta 307, a la altura del Parque de los Menhires. Aquel gentío regaló aplausos y gritos de aliento, y fotografió sin excepción a los corredores recién llegados. A cambio, recibieron toques amables de bocinas “tuneadas” y amistosos cambios de luces. Como corresponde, los más festejados fueron los locales. En este orden: Bollero, Miguel Reginato (muy carismático) y las naves con el pabellón nacional.
El público que buscó un “palco” arriba, más allá de La Quebradita, tuvo acceso a la mejor vista técnica y general del desfile. No sólo por la trepada y el zigzagueo de los rodados, sino porque esa acción –la más parecida a una etapa de carrera en una ruta de enlace- transcurrió en un escenario sublime: el paisaje tafinisto empequeñeció los laureles del campeón español Carlos Sáinz. No es exagerado afirmar que Tucumán mostró ayer sus mejores ropajes naturales al mundo interesado en esta famosa competencia.
Ocho horas de sol pleno y goce sin incidentes hubo entre la primera moto y el último camión. En ese período, los espectadores cambiaron los ponchos de la madrugada por sombreros, protectores solares y anteojos oscuros, elementos imprescindibles para contrarrestar los rayos del mediodía. La ronda de mate nunca se detuvo y para algunos –como los ocupantes de los cotizados merenderos ubicados a la sombra de una hilera de sauces llorones-, el Dakar se prolongó en un justo asado. A las 14, cuando la ruta quedó habilitada, otra caravana más densa enfiló hacia abajo, la de los convidados que regresan a sus hogares con las manos llenas de rally. LA GACETA©