Catamarca
Lunes 03 de Junio de 2024
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La noche que Abbado se presento en Buenos Aires

La noche del 18 de mayo del 2000, el Teatro Colón de Buenos Aires fue el escenario donde la Orquesta Filarmónica de Berlín, bajo la batuta de su director, Claudio Abbado, italiano y comunista, interpretó la novena sinfonía de Gustav Mahler, pieza maestra del compositor austríaco que la muerte del hombre nacido en Milan, la semana pasada, a los 80 años, dejará, imborrable, en el recuerdo de los asistentes.
Abbado, operado de un cáncer en el estómago unos meses antes, lideró la Filarmónica más prestigiosa del globo por primera y única vez en la Argentina, refractaria a estas costas primero por razones políticas y más tarde por económicas. Fueron dos conciertos, un único Mahler.

Era una noche húmeda, lluviosa de a rachas cuando bajamos del taxi por la calle Lavalle con Silvana y mi padre. En la puerta del teatro esperaban algunos amigos: Claudio Uriarte, Fogwill, Diego Albarellos, Federico Monjeau, Diego Fischerman, Abel Gilbert. Los recuerdo (a todos) como si fuera hoy. Estábamos despidiendo el milenio.

En la bandeja más alta de esa sala de sonoridad prodigiosa no entraba un alma pero los tres nos acomodamos. Abbado era un tipo modesto -dicen- pero su autoridad y ascendente eran notorios, considerando que esos músicos o muchos de ellos habían sido formados por el anterior director, Herbert von Karajan.

Justamente Karajan, el director favorito de Uriarte, quien apostó unos días antes que la novena de Mahler, grabada por el alemán y la Filarmónica, jamás alcanzaría la perfección formal de ese registro. Apostar por apostar. ¿Cómo se miden asuntos tan complejos?

"La sinfonía número 9 es una obra genial y atípica. Su último movimiento es lento y, además, termina en un pianissimo. Nada más alejado de la idea de conclusión espectacular.

Nada más diferente que lo que podría suponerse como un pretexto para el lucimiento. Sin embargo, en las manos correctas, pocos finales pueden resultar tan inconmensurablemente espectaculares como éste y en pocos una orquesta puede llegar a lucirse tanto como aquí", escribió al otro día Fischerman.

Yo sólo recuerdo cuando en el último movimiento -que preanuncia la muerte, la desaparición del tono y la melodía, el advenimiento glacial del silencio- sostenido por los instrumentos antes de abandonarse y por el arco de esa batuta, una lágrima que caía, involuntaria, por la cara de mi viejo.

Luego, un silencio de esfera, brutal, encapsulado, y el estallido, los aplausos, los vítores, la tensión desatada durante minutos y minutos, y el temblor que subía por la espalda y la concentración de Silvana, todavía embrujada por esos tipos que no entran en estándares.

Y los abrazos con Uriarte y Fogwill. Si olvidamos la apuesta fue menos por lo que apostamos (vaya a saber qué fue) sino porque ese silencio supo apoderarse de los que estuvimos esa noche escuchando los pasos sincronizados y los improvisados que el magisterio de Abbado, italiano y comunista, permitió sobre la partitura de Mahler.

Fuente: Télam

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