Catamarca
Viernes 26 de Abril de 2024
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Las manos de Heidegger

Luciano Lutereau a Pablo E. Chacón

La inminente aparición, a fines del mes en curso de los Schwazen Hefte (Cuadernos negros) del filósofo alemán Martin Heidegger, dos volúmenes que no sólo probarían su conocida -y perecedera- adhesión al nacionalsocialismo, sino también el lazo axiológico entre sus escritos y la práctica política de los nazis, provocaron al respecto esta carta del psicoanalista y escritor Luciano Lutereau.
Brother,

La cultura no importa. Mira sus maravillosas manos, es lo que habría dicho Martin Heidegger a Karl Jaspers en una cena hacia 1933. ¿Las manos de quién? Las de Hitler.

Se publican ahora los Schwazen Hefte (Cuadernos negros) y sabremos lo que siempre supimos; pero, ¿qué oscuro poder de seducción pueden tener las manos de un hombre?

Habitualmente decimos: Podría comer a esa mujer con los ojos, aunque no podríamos acariciarla sino con las manos. A lo sumo podría decirse tocarla con la vista.

La mano es la más versátil de las extremidades del cuerpo. A través suyo los árboles presentan aristas a partir de las cuales desplazarse, y los desechos más diversos encuentran una utilidad original bajo el título de herramientas. La mano es la fuerza institutriz de la apropiación de este mundo circundante.

Una mano que agarra está siempre bajo la observación del rostro. No de la vista, ya que podemos tomar objetos con los ojos cerrados, como el elefante que acerca el mundo a partir de esa extremidad que es su trompa, una especie de mano que entorpece la visión a cada momento. La mano no sigue las indicaciones del rostro, sino que apenas le avisa, sugiere su movimiento tomando distancia, antes de saltar. El rostro se entera cuando la mano ya esta ahí delante.

Lo que distingue al hombre de los animales no es el volumen del cerebro. Que se tenga uno es algo tan incierto como la vivencia de la propia muerte.

Se utiliza la mano para los más diversos fines: golpear, empujar; en ellos la mano apenas es un peso muerto, o bien una palanca torpe. Se pueden realizar esas actividades aun sin recurrir a las manos. Así como también puede arrojarse un objeto, y hacer puntería con los pies. Sin embargo, pensemos en el acto de escribir. La manipulación tampoco se propone desplazar la lapicera de sitio. La mano pierde entonces una servidumbre utilitaria, para convertirse en el soporte del pensamiento.

Suele decirse: Aprehender una idea, Apresar un motivo, etc. La mano confronta con una capacidad de posesión que las otras partes del cuerpo no ambicionan. Todo lo que muerdo se disuelve entre los dientes con una seguridad impostada.

La mano no es la vía de acceso a la dureza del trabajo. La mano es un miembro particularmente holgazán. En las actividades más penosas suele perder su condición de mano, comportándose como una pinza, o una especie de pata animal. El trabajo de las bordadoras ha sido el más intelectual de toda la historia de la humanidad.

Tomo un objeto en mi mano y lo oculto. La llave del escritorio cabe en el hueco de la mano como si fuera el primero de todos los escondites. De niño jugué a las escondidas innumerables veces. Sin embargo, no entiendo cómo podría haber aprendido un juego semejante si no hubiera sido capaz de ocultar objetos en la palma de mi mano.

La mirada no permite ocultar nada. Cuando cierro los ojos el mundo deja de existir; o, como en el caso del sueño, los ojos cerrados dejan aparecer una nueva versión del único mundo que habito. Para la visión los objetos no se ocultan, sino que desaparecen. Es a través de la mano que el vacío se cuela en el mundo.

En el vaivén inquieto del gato con el ovillo se revela el plantón afligido del animal que no puede decir esto es mío. La mano permite no sólo constituir una pertenencia, sino llevarla en el traslado.

La utilización técnica del tacto es transformadora del mundo. A través de la mano se construyen prolongaciones del cuerpo, convirtiendo la materia en cultura. Esta última es una forma de expulsión, de apresamiento y destitución, como la que puede verse en la abeja que regurgita la miel, pero también en uno mismo al elaborar las distintas versiones de un relato.

La cultura no es más que el modo en que se concibe la naturaleza. Esta apreciación acontece siempre en la esfera de alcance de la mano, que puede quemarse con el fuego, o bien rendir culto manteniéndose a una distancia física. Las manos son la parte del cuerpo destinada a los rituales, porque tienen la capacidad de alejar.

Ciudadana de dos territorios de un mundo, la mano sirve al propósito práctico de utilizar objetos, pero también se demora, rezagada, en el tacto acompasado de objetos inútiles. Entonces, luego de abandonarlos como si produjeran alguna reacción desencajada, los deja aparecer ante los ojos.

Pero de un modo menos esforzado, parece asimismo que la experiencia estética comienza en ciertos detalles que pueden adosarse a los útiles, y que llaman indirectamente la atención como cuando al llevar una encomienda se le pide al envío que porte una insignia atractiva, o bien en el caso de la navaja que traslada una efigie emblemática en el lomo. El aura de la belleza debería encontrar su raíz en la figura del talismán. Ante ella la mano renuncia al cometido primero de actuar sobre el mundo, para encomendarse y salir fortalecida. El acto contemplativo nace en un endoso de la manipulación.

Expresiones habituales como Pedir la mano de una novia, Dar una mano a un amigo, demuestran cierto valor afectivo que la mano puede tener en el encuentro con el Otro. A aquél que se encuentra afligido se lo consuela poniendo la mano en el hombro, al niño que no puede dormir, debido a algún pavor nocturno, se le hace compañía a su lado, pero también apoyando la mano sobre su espalda para espantar el temor, como si se estuviera despejando con un plumero las tinieblas de polvo de una habitación.

En la mano radica también el órgano de expresión de la amistad. No sólo por el saludo, que puede abocarse al choque, el apretón, el signo lejano, sino por la confianza que atisbo en aquél al que llamo Mi mano derecha.

Cada uno de mis dedos tiene una vocación saliente, una extraña afición en la que no podría distinguir los aspectos naturales de las convenciones de la cultura (el dedo anular lleva la carga de portar los anillos, mientras que el auricular prestaría una asistencia solícita a la oreja).

Sin embargo, de todos ellos, el pulgar se destaca de una manera privilegiada. Al tocar un instrumento musical el pulgar cumple la función de soporte. Mis dedos pueden recorrer los trastes de la guitarra y, más o menos virtuosamente, declamar una melodía rasgada; pero todo el encanto de los acordes se encontraría subtendido por el respaldo inclemente del pulgar.

Lo mismo ocurre cuando tomo una herramienta, en la cual el pulgar demuestra cierta capacidad de liderazgo para el razonamiento práctico. Pero la situación cambiaría por completo si quisiera acariciar al Otro. Creo que nunca realicé una caricia con el pulgar, reservando ese don a los dedos inútiles, entre ellos a aquél que importa para señalar y designar una presencia.

Un emperador romano decidía la vida o la muerte de un condenado a partir de alzar o dejar caer su pulgar. Sólo con una mano se podría matar a otro hombre. Las piernas cumplen el propósito de la huida, mientras que los brazos descansan el esmero de la carga. Los brazos son las únicas extremidades con que podría acunarse a un niño.

Junto a la actividad, la mano somete a una pasividad inmediata: la vulnerabilidad de la exposición del Otro. Deslizo una pluma sobre mi antebrazo. El hormigueo inicial se deslíe gradualmente, y la sensación desdibujada de un modo inespecífico se confunde con un golpe suave de aire, la corriente que entra por la ventana.

Pero si usara las manos para realizar cosquillas, sin duda que el escozor no concluiría sino cuando el Otro dijera ¡Basta! Los dedos del pie se revelan completamente inválidos para contagiar esa risotada sensible que el Otro sólo puede detener replegándose sobre sí mismo.

Entre todas las actividades de la mano, su inactividad es un resultado logrado, una suerte de más allá de la actividad, en lugar de un déficit o un menoscabo. La ociosidad de la mano es una forma de encantamiento al que sólo se accede por desprendimiento. Pero si la mano útil tiene como correlato la herramienta, ¿cómo no advertir que el desinterés cansino de la mano ociosa, de la mano que pone en suspenso el mundo, puede ser un acceso original al Otro, encontrando en la caricia un plegamiento predilecto?

¿No es la proximidad del Otro, antes que una manifestación grandiosa, un ligero indicio, una llamada intensamente débil? ¿No reconozco el amor del Otro -que, en lugar de dirigirse a mí a través de hinchadas declamaciones, profiriendo una declaración ensalmadora- en la presión de su mano prolongada ostensiblemente sobre el hombro, en la huella sobre mi cuerpo de un movimiento fugitivo?

Después de estas reflexiones, nos preguntamos: ¿a qué manos hacía referencia Heidegger? ¿El horror de la afirmación inicial no se amplifica? El lector precavido podría reconocer diferentes momentos de la obra heideggeriana en los párrafos precedentes, pero ¿quién se atrevería a concluir que en las descripciones del más importante filósofo del siglo XX se alienta el más grave de los actos humanos?

Abrazos

Fuente: Télam

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