Echenoz es un personaje menudo, relajado y buen amigo de sus amigos (Pascal Quignard, Pierre Michon), según contó a este cronista algunos años atrás cuando llegó invitado a la Feria del Libro, y apasionado por la concisión, la justeza en la frase y el sentido del humor, que nunca se degrada a la pretensión.
Nació en Organge en 1947; publicó catorce novelas; un memorial sobre quien fuera su editor, Jerome Lindon, y ganó el Premio Goncourt con la publicación de Me voy.
Las historias que cuenta en este libro pueden pasar, en algunos casos, como pequeñas piezas de antropología, arqueología, acontecimientos notorios de una vida, fragmentos de un tratado sobre el retrato, sobre el gusto de una época, y sobre los gestos, descripción de pasiones personales y hasta esbozos de ensayos sobre pintura y arquitectura.
En cualquier caso, sea el comandante Nelson o el personaje que encuentra un alma gemela con la cual citarse en un puente especialmente elegido, el caminante que va y vuelve de los alrededores de París, el compromiso es con la escritura, cuidada al extremo, sin redundancias o subrayados, porque para eso está -piensa Echenoz- el cine. Y no todo el cine, claro.
Sin embargo, en la reconstrucción que hace de Babilonia, el lector está imposibilitado de saber si es en tiempo real o no: su precisión es tan sobria que los mismos objetos que componen esa ciudad y esa cultura hablan por sí mismos, y no podrían estar más que en esos espacios: como si Babilonia determinara a Babilonia.
Protagonistas más curiosos que extrañados, saben distinguir la singularidad de aquellos con quienes se cruzan, o viven su aislamiento menos como tal sino como una necesidad de silencio en un mundo saturado de novedades y de un exceso de ruido que se fue transformando en un fondo perpetuo.
En los cuentos de Echenoz, la singularidad también se cuenta en el tiempo para salir, descansar, mirar, trabajar, evaluar. Si nunca se trata de juzgar es porque no es la función -si tiene alguna-de la literatura. Eso corresponde a otros discursos. De ahí, también, el delicioso anacronismo de estos textos.
Fuente: Télam