Catamarca
Sabado 04 de Mayo de 2024
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Pacto de sangre

Camina lentamente Amílcar Lahinde, sin saber que está a punto de haber recorrido la cuadra del 2300 de la avenida Pueyrredón, sin saber si va por Pueyrredón o por Quintino Bocayuva.
Esta mañana de domingo de otoño despertó a las 9 y cuarto y en el par de horas que se fueron sin hacer huella en su existencia, no ha podido apartar de su mirada -no la que apunta hacia adelante o los flancos, esa otra que hurga entre sienes y tripas- la escena que cierto ángel concibió la noche anterior. Sintió olor a ángel mercenario, quizás inocente víctima de la falta de empleo que padece su gremio. Como cada vez que cumple años uno de sus tres hijos, fue a la casa en que viven con la madre. Por estratégico cálculo, aparece una hora antes de la cena. El programa es fijo: ligero saludo a su ex esposa y breve conversación con el agasajado de turno. "Preguntale si quiere tomar algo", dice ella y sirve media medida de whisky con dos piedras de hielo. La frase no varía, tampoco la decisión de servir el trago sin esperar respuesta. Únicamente cambian el hijo a quien va dirigida, o la marca del whisky. Ayer eran Federico y jota-be. Después Marta los deja solos en la habitación del muchacho.

La charla dura hasta el último sorbo de whisky. "¿Media medida más?", consulta mecánicamente la mujer, siempre hablando con su hijo. "No, gracias", le contestó Lahinde a Federico. Al salir debe atravesar el living, donde a partir de las 8, ella y los otros hijos están plantados frente al televisor. "Quedan diecisiete cuotas", no olvida Lahinde. La relación de Marta con Gastón, el hijo menor, se hace cada día más conflictiva. Lo confirman el propio Gastón y sus hermanos. Gastón ha venido siendo "el preferido", categoría de oscuras raíces, pero en plena vigencia. La casi promiscua afinidad de sus temperamentos los lleva a choques de creciente violencia. "No sos hijo mío", ha llegó a sentenciar Marta, el chico tenía 7 años. Sin contener un llanto apagado, Gastón dijo: "nunca te quiero". Para Lahinde es un siniestro epitafio. Sólo un niño es capaz de exhibir tanta impiedad. Anoche Gastón se había recostado en el sillón doble, todo su ser sumergido en la pantalla. Detrás estaba Marta. Volviendo de la habitación de Federico al living alcanzó Lahinde a escuchar que Gastón decía: "él no te agrede, ¿por qué lo tratás así?". La madre demoró en contestar. "Ahora no nos agrede. Es un hombre que no tiene sangre", dijo. Federico atinó a subir el volumen del rock que sonaba en su celular. Lahinde le acarició la nuca. Los palazos de la batería y el picaneo de la guitarra eléctrica treparon como arañitas las paredes de la casa. Deseó desaparecer mágicamente Lahinde. Acaso por la incomodidad de su posición, Marta había abierto las piernas. Precisamente en el nido de ese delta apoyaba Gastón su cabeza. Lahinde no pudo evitar una segunda mirada. "Lo está pariendo de nuevo. ¿Quién habrá ofrendado su esperma ahora?", sintió. "Leche", se dijo, en realidad. Cuando le aseguraron el embarazo de Federico -época de mimos y susurros-, Marta dejó una esquela sobre la mesa de luz: "gracias por la ofrenda", valoraba. Palabras que Lahinde no ha olvidado. "Traje la plata del mes", avisa. "Que la ponga por ahí", dice Marta. Demasiadas veces ha gritado que no quiere tocar ese dinero. "¿Usa una pinza para alzar los billetes sin ensuciarse los dedos?", se le ocurrió ironizar a Lahinde. "Chau", dijo al irse. "Chau, pa", se unieron tres voces.

Llega tarde al encuentro en el bar. La única mujer que está sola es expositora de un generoso escote. "Paisaje del paraíso bíblico es ese escote" -define Lahinde. Tiene que ser Mónica, la mina de la cita fantasmal en el boliche de nombre francés. Para ganar tiempo opta por meterse en el baño a resolver si encara, o driblea con un arabesco de wing izquierdo. Frente al espejo prepara una excusa: "un 25 de mayo es engorroso atravesar la zona del Congreso". Además sólo le va a dar la mano. Haber caído en un adjetivo que desprecia y un saludo que marca distancia son datos claros: está inquieto. Teatro a la gorra, gonorrea, sodomorra, Sebastián Borro, me-llamo-barro…, asocia a partir de engorroso, mientras mide el desprolijo trayecto de sus bigotes. "¡Al abordaje!", rescata el alarido belicoso de una novela de corsarios de Emilio Salgari y sale del baño resuelto a invadir la bahía del escote. Pero un par de metros antes desvía bruscamente la marcha. Cosas del wing. Se detiene y enfila hacia la puerta. Ya en la vereda suspira aliviado. Ve una mesa desocupada, lugar ideal para controlar los movimientos de Mónica. Descubre que también ella está inquieta: echa una y otra ojeada al reloj, pide un segundo café. Lahinde se inclina por un campari. Aperitivo elegido en el subte, el color combinaría con el vestido rojo que Mónica había dicho que se iba a poner. No le sorprenden el disfraz, la máscara: el vestido es verde; la melena, ni negra, ni lacia. Metamorfosis. "Somos cartoneros que mendigan un abrazo. Eso sí, cartoneros de clase media. A los que yiran por la calle les toca la bolsa sucia, maloliente. Para nosotros reservan un neceser. Nadie sabe qué hay adentro. ¿Una mina, o una víbora de coral? ¿Un tipo que mea drones cargados con HIV? Seguro que el neceser que no abro hoy despide un perfume caro. Lo único auténtico es la marca del perfume. En la franela del chateo todo vale. La calidad del encuentro se fue a la mierda, abortó el misterio", Lahinde escupe su oración fúnebre.

Un perro se ha acercado a una capa de sangre seca, pegoteada a la vereda. Ronda el perro la baldosa hasta que vuelve a arrimar el hocico. No se atreve a lamer la mancha pastosa. Lahinde le tira un dado de salame. El perro no acepta el convite. Al enderezar la escarapela torcida Lahinde toma el alfiler que la ensarta. Leve puntazo sobre la yema del pulgar y unas cuantas gotas rojas caen junto a la mancha. El perro retrocede con las orejas erguidas. Lahinde cambia de silla por una más alejada. Que el animal haga lo que dicta su instinto. Pasan unos segundos y el perro avanza hacia las gotas que ha derramado Lahinde. Simula no tener interés hasta que asoma la lengua violácea, prólogo a lamida inminente. Lahinde desea que el animal elija su sangre, que lamerla le produzca placer. Si fuera mío lo llamaría Max, se dice en gestión demagógica. Parecen brillar las gotas frescas, del color de las cerezas más oscuras. De pronto el perro bosteza y va hacia la mancha seca. Lahinde mira de reojo y ve que adelanta una pata y raspa la mancha. Ahora la lengua del perro patina tratando de arrancar la sangre muerta. Lahinde se levanta y refriega la suela de su zapato sobre su sangre. Ya no quedan rastros. Paga el trago y va hacia la esquina. En eso alguien dice: "Amílcar…". Se da vuelta. Su nombre ha sido pronunciado unos 30 centímetros al norte del paisaje de pecho. "¿Usted es Amílcar Lahinde?", consulta la mujer. "No". "Sin embargo lleva un blazer azul con botones dorados y camisa a rayas". "No me llamo Amílcar". "Aunque duela, seamos francos: ¿es Lahinde y no le intereso? Soy Mónica. Dije que me llamo Mónica". "Tengo que irme". "Sé que tenemos afinidades. No salgo con cualquiera". "Me esperan. Lo siento". Lahinde se aleja por la calle Guido. El perro ha comenzado a seguirlo, atraído por los lamparones rojos que todavía iluminan la suela del zapato derecho. Llegando a Montevideo descubre Lahinde que lo tiene a un paso. El animal estira el hocico como si fuera un periscopio, apunta a la suela, olfatea. Lahinde se agacha, su mano recorre suavemente el lomo de Max.

Fuente: Télam

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